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Día 3

Akihabara, guitarras nuevas, tekila y fiesta

Llegamos a Akihabara sobre la 1 del mediodía (…). A partir de aquí es imposible dar dos pasos sin que alguien se pare a mirar, preguntar, comparar o investigar. Se nos va “la mañana” volando, así que vamos a comer. Pasamos un edificio dedicado al porno de 6 o 7 plantas, en plena salida del metro. Alguno subió hasta el último piso y vio cosas que jamás creeríamos. En el restaurante, todo intento por conseguir un tenedor es imposible, y lo único con lo que nos hayamos para partir un filete es una cuchara. ¡Menos mal que comen sopa! Con uno de los platos sacaron un huevo crudo, que había que batirse uno mismo con los palillos para hacerse una tortilla en un infiernillo. Curioso. Cada vez que entras a comer a un sitio te reciben con un vaso de agua lleno de hielos diminutos, no existe la sobremesa ni la propina y se paga a la salida.

Después de esto nos separamos, y mientras unos van en búsqueda de instrumentos, otros nos quedamos por Akihabara para investigar el famoso mercado de segunda mano. Lo primero que hacemos es aprendernos el símbolo que lo indicaba, porque olvídate de entender los carteles. El símbolo en cuestión viene a ser un palito vertical atravesando un rectángulo ligeramente elevado seguido de un palo horizontal elevado haciendo cruz con otro palo la mitad de largo sujetados por un rectángulo ligeramente más estrecho que el primero. Está claro. Una vez metidos en la zona de los ordenadores el mundo interior se convierte en un “los quiero todos”. Lo más impresionante es ver a la gente pasar los portátiles en cajas como si fueran vinilos en una feria del disco, pero con menos mimo. El truco está en que son para piezas, pero no deja de ser lo que es. Empiezan a encenderse las luces de las tiendas y los paneles publicitarios de los edificios y esto empieza a hacer honor a su nombre, la ciudad eléctrica. Después de dar mil vueltas para encontrar el sitio donde hemos quedado y a pesar de los esfuerzos de los lugareños por ayudarnos, decidimos que lo mejor será vernos todos en Hachiko, el perro de bronce de Shibuya.

Una vez allí, aparecen los Manolos en un intento cabrón, malo y premeditado de perder a Carles (recordemos que es el sitio más concurrido del mundo). No lo consiguen, el catalán es listo. El resto de la gente no aparece, se han ido a dejar al hotel unas guitarras nuevas que se han comprado. Gibson, de espejo, una de estrella y una de flecha. Algo les harían mientras no les vigilaba. Así que allí estamos Jachiko (el perro de bronce), Juankar, Manolo, Manolo, Carles y yo entre miles de personas que no nos entienden y a las que no entendemos, digiriendo mil mensajes publicitarios por minuto, que por supuesto tampoco entendemos, y nada seguros de lo que tenemos que hacer. Ante la duda, buscamos una tienda 24 h. y compramos cerveza. Es entretenido pararse en una acera y ver pasar a la gente, debatir acerca de cuántas horas invierte al año en peluquerías y verse sorprendido por una pantalla de plasma de 3 x 4 metros anunciando una gira de Rancid. Es viernes y se nota en el ambiente, pero nosotros vamos a buscar a los que nos faltan para ir a cenar. ¿El sitio elegido? Un mejicano. El peor mejicano que he visto y probado en mi vida, y tampoco soy una experta. Pero en fin… al terminar el plato me subo al hotel a preparar algunas de las fotos que pudisteis ver por aquí esos días, y cuando vuelvo a por ellos extrañada por llevar esperándoles una hora me encuentro un chupito de tequila en las narices, y en la mesa unos cuantos más.

De ahí, y bastante contentos, tiramos de vuelta para Shibuya a hacer algunas fotos en el mítico cruce, pero al llegar nos encontramos con que a las 12:30 ya está todo apagado y la gente ha desaparecido. Echamos a andar por las calles de alrededor, en las que no sabemos muy bien por qué, Grass hace zigzag metiéndose en todos los bares del camino y hablando con todos los camareros. A día de hoy no sabemos qué les decía. Llegado el momento de ir de bares por nuestra cuenta, nos metemos en el único que se oye la música desde fuera. Dentro, un cartel enorme advierte que solo puedes estar en bar si estás bebiendo, y otro dice que si alguien te acosa, avises a los camareros para que le manden a la calle. Si alguien va alguna vez al bar Gas NC y ve un billete de 5 € pegado en el techo, que no sea rata y lo deje ahí.

Después de pasar un rato y pedir indicaciones al camarero, nos vamos en búsqueda de un bar de rock, pero nos lo encontramos cerrado y entramos a la discoteca más cercana, es decir, a la que está a dos metros. A la entrada nos piden el pasaporte y, si no recuerdo mal, 1.500 ¥ a cada uno con consumición incluída. En todos sitios, incluso en los garitos de conciertos, hay taquillas sin un rasguño para dejar las cosas. Pero nosotros, por miedo a encontrarnos con una llave con lector de retina y mecanismos que solo hemos visto en las películas, cargamos con todo como buenos guiris. El flow rebosa por todas partes, gorras p’atrás y brazos cruzados. Qué asunto más feo. Descubrimos un bonito ascensor en una esquina que nos sube hasta la quinta planta, donde ya se está bastante más tranquilo. Al ir a pedir las consumiciones, me apoyo en la barra, no muy concurrida, espero… espero… espero… el camarero ni me mira… espero… ¿qué pasa? Pues que hay una zona de barra de unos 50 cms. en la que la gente hace cola para pedir. Ver para creer. Me gustaría verles pidiendo en un Viñarock, hora punta. Además, si pagas con dinero (en vez de con el ticket que dan en la entrada), te dan las vueltas en más tickets de bebida. Eso sí, los cubatas, en vasos casi de chupito pero bien cargados, el camarero los prueba cual madre catando el biberón de su hijo para comprobar que es óptimo. Algunos de los nuestros no tardan en hacerse los reyes de la pista, y encontramos nuestra principal atracción en el ascensor. Carles está convencido de que hemos conseguido lo que queríamos, que es que nos bajen a la 4ª planta, ya que la 5ª es la de los terminales (…), así que nos mete a unos pocos en el ascensor y se empeña en bajarnos un piso. Yo no entenderé japonés, pero una cerradura en vez de un botón al lado del 4 a mí me hace sospechar que es una planta privada. Si a esto le sumamos otra cerradura en el 3 y la total ausencia de 2, las opciones se reducen claramente a: Flow o Terminal. Pero la emoción vence a la lógica, así que nos pegamos no menos de 10 viajes, buscando la 4ª en los números 1 y 5, y viendo las mismas caras cada vez que se abrían las puertas, siendo ya éstas como de la familia. Finalmente, conseguimos escapar de las garras de esa máquina infernal y nos acomodamos en una esquina de la planta Flow, la 1. Ahora bien, todos nos cabíamos en el ascensor, ¿dónde están los demás? ¿habrán entrado ellos también en la paradoja espacio-temporal de la 4ª planta? Pues algo así, solo que ellos vienen de la 0. Sí, una más abajo que nosotros, increíble. Después de un rato en el que a cada minuto los japos y las japas son más guapos, la música es más divertida y todos somos más amigos, salimos y nos emplazamos en la puerta de un 7eleven (24h.). De ahí, nos dividimos en dos equipos para ir a dormir. Los del grupo se quedan esperando al segundo mientras lo demás intentamos de todas las maneras, tarjeta del hotel en mano, que el taxista entienda que queremos ir ahí mismo. Finalmente Manolo mete el número de teléfono del hotel en uno de los mil aparatos de la nave espacial disfrazada de taxi, y parece que funciona. Casi 10 minutos después de haberlo cogido, pasamos por el mismo sitio donde hemos dejado a los otros 4 y les vemos plácidamente charlando y comiendo unos sándwiches. Adiós…

En la puerta del hotel y muertos de frío, les esperamos durante una hora, o más. Subimos a una habitación y seguimos esperando. Nos echamos a dormir y seguimos esperando. Desde las 9 de la mañana hasta las 2 del mediodía van apareciendo como un goteo. ¡Eso sí es vivir Tokio!



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