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Cucarachas

26 de diciembre de 2013. Por Antonio Abengoza

Antonio es músico y forma parte de Yeska.

Durante un tiempo estuve viviendo en Madrid. Yo, que soy más de pueblo que las cabras. Vivía en un tercero de la calle Embajadores de unos cincuenta metros cuadrados. Era un zulo de mala muerte con una plaga de cucarachas del quince. No me podía explicar cómo en tan pocos metros podían vivir tantas cucarachas juntas. El piso, se lo habíamos alquilado a un tío con una pequeña ceguera, o algo así. Curraba vendiendo cupones para la ONCE, pero se desenvolvía bien. Eso sí, era cerdo como él solo. El cabrón nos había dejado mierda para regalar y una infección de tres pares de cojones. Después de hacer la limpieza de rigor y la mudanza seguían saliendo cucarachas a montones, parecía que cada vez había más. Era increíble. Estabas comiendo y veías como una cucaracha corría por enfrente de ti, otra salía del baño, y así. Al dormir, apagaba la luz y escuchaba montones de patitas recorrer el cabecero de la cama, la mesita de noche… Vivía entre cucarachas, pero no tuvieron suerte. Ni lo asumí ni me resigne. Un día, me arme de valor. Las trampas de los chinos no hacían absolutamente nada, así que baje al Mercadona y empecé a echar en la cesta de todo. Lejía, aguarrás, amoniaco, suavizante… Además de líquidos y mas mierdas aposta para matar bichos. Llego un momento que no sabía ni lo que metía al carro. No se cuanta pasta me dejaría pero no me arrepiento en absoluto. Al llegar a tan dulce hogar, cogí un cubo, lo llene con un poco de agua y empecé a mezclarlo todo. Salía algo así como vapor, el vapor del infierno. Ellas o yo. Esa era la cuestión. Casi muero asfixiado, y tuve que estar un par de días sin aparecer por allí, pero al tercer día, cuando llegué no quedaba ni una puta cucaracha viva, todas boca arriba y un pestazo a veneno que tumbaba. Pero a mí me olía a gloria bendita. Decidí que, por prevención, ese día tampoco dormiría ahí, pero esa noche, dormí tranquilo. Si una guerra nuclear no puede con las cucarachas, yo podía decir que había podido, y bien. Durante el resto del tiempo que estuve allí no volví a ver ni un bicho.

Me mude a la capital porque al presentarme a un examen de prueba de acceso y aprobarlo con nota, decidí que podía ponerme a estudiar algo relacionado con el sonido. En el instituto me cogieron, claro, con esa notaza era de esperar. Eran otros tiempos y la política dictatorial todavía no se había propuesto asesinar del todo a la escuela pública, así que si tenías nota, lo lógico es que no tuvieses problemas para entrar.

El instituto estaba chulo y la gente era del rollo, aunque el fenómeno rave estaba empezando a pegar fuerte y se noto el daño. Aún así, hicimos un par de huelgas para protestar contra Bolonia. Quedaba al lado de una comisaría de policía, en Pan Bendito. Mi viaje diario en el metro iba desde Legazpi hasta el gueto. En unos veinte minutos, y tras dos trasbordos, estaba en la parada final, y andaba otros siete u ocho minutos hasta el instituto.

A los tres o cuatro meses de estar estudiando sonido, me di cuenta de que no me gustaba ni motivaba absolutamente nada. Era curioso, no lo niego, pero no me llenaba. Descubrí que grabar sonido o imagen no era lo mío. Yo necesito a un tío que haga eso, lo mío son las canciones. En la asignatura de radio me aburría igual. Lo mismo. Me gusta ser el entrevistado. No es una cuestión de ego ni nada de eso, tampoco es que me chiflen las entrevistas, pero lo mío es otra cosa. Soy más de cuerdas, papel y boli que de botones. Sin más.

Casi todos los fines de semana me volvía al pueblo. Madrid está a una hora y poco de aquí en el tren, y antes, era más económico que ahora. Así que, con la beca (si, antes daban becas) y todo, me lo podía permitir. Además, no iba absolutamente todos… Hubo uno de los findes que me quedé allí, en el piso radiactivo. No pise la calle. Me pase el tiempo tocando, estudiando algo, escuchando a Lou Reed y rascándome las bolas en general. No tenía mucho que hacer así que el lunes por la mañana estaba bien descansado. Me levante y tiré para el “Pamben”.

En el trayecto en metro me empezaron a resultar raras algunas cosas. Pude coger todos los diarios gratuitos, y eso que a la hora que pasaba era más difícil conseguirlos, además, no había tanta gente ni tanto trajín como el resto de días, no sé, no me pare mucho a pensarlo y seguí a mi bola leyendo un libro de autoayuda que nos habían mandado en una asignatura y que, por cierto, era bastante malo.

No había coincidido con ningún compañero en el metro, ni con ningún alumno que conocía de vista, de los recreos o la cafetería. Seguí sin darle importancia.

Al bajar del metro hacia un Sol de puta madre y apenas hacia frio. Andaba a buen ritmo, cuando camino solo suelo ir rápido. A mi rollo, pero al pasar por una farmacia y ver el letrero fluorescente me di cuenta de la movida. Había llegado una hora antes. Al estar todo el fin de semana desconectado no me había percatado de que habían cambiado la hora. Ahora eran las siete, cuando deberían de ser la ocho. Pensé en meterme a la cafetería del instituto para hacer hora mientras seguía mirando el luminoso de la serpiente, eso no era problema. En eso pensaba hasta que note que alguien me daba en la espalda. Al darme la vuelta tenia frente a mí a un gitano de gaupasa, de casi dos metros de alto, por otros dos de ancho, con resquicios de farla en la nariz, las pupilas bien dilatadas y un pistola en la mano que se le marcaba, despejando toda duda, a través del bolsillo. Como en esa escena de “El Bueno, el Feo y el Malo”, donde Eastwood encuentra a esos tres mariachis que se quieren llevar su botín, que en ese momento es el gran Eli Wallach. Y dispara, sin necesidad de sacar la fusca del bolsillo.

Que acojone primo.

Me decía que no me pusiera nervioso, y que tenía una pistola, que caminara y que le diese lo que tenia. Lo de la pistola ya me lo había cantado sin necesidad de abrir la boca. Cuando se vio seguro, por callecillas en las que yo no había estado nunca, me saco la pasta. Solo tenía diez pavos. No tenía pinta de necesitar la pasta para comer ni mucho menos. Se las daba de patriarca, y de importante. De camello de los tochos. Me pregunto mi nombre. Le dije que me llamaba Antonio, y me dijo que nunca olvidaría mi nombre porque él se llamaba igual. No dejaba de apuntarme en ningún momento, y así, sin dejar de hacerlo se piro con el billete. Tiene guasa, pero le pregunté cómo debía ir hacia el instituto y me lo dijo. Un favor por otro, pensé, hijo de la gran puta.

Ni siquiera se me paso por la cabeza denunciarlo. No tenía ganas de tratar con picoletos a esas horas. Además, no serviría de nada.

Tire rápido hacia la cafetería del instituto, buscando un poco la calle, andaba por terreno desconocido y todavía me estaba imaginando la pipa del gitano mañanero apuntándome. Al final llegué, pedí un café y me puse a pensar en la anécdota. Hay que ser ruin para robar diez euros, diez putos euros. Y sin tener hambre. Si me hubiera dicho que se iba a pegar un buen palo al banco de España lo habría acompañado. Un robo tocho, a los ricos, y que te saque de pobre. Pero robar de igual a igual me parece rastrero, irrespetuoso y, además, un problema gordo. Esa falta de respeto es un punto importante para que los iguales no nos unamos contra los poderosos. Menos mal que no soy para nada racista, y sigo teniéndole el mismo respeto al pueblo gitano, a ese pueblo que se han empeñado en desterrarlo a los guetos. Sigo teniendo respeto por esa sangre gitana que corría por las venas de Camarón, La Faraona y Ron Wood. Pero ese menda, es el menda que enfocan las cámaras de televisión cuando quieren criminalizar a un sector de gente. Es el típico hijo de puta que se lo pone fácil al sistema para seguir alimentando el fascismo.

En todo eso, sin caer en generalismos, pensé mientras me tomaba el café. Al terminarlo decidí volverme al piso y que le dieran por culo a todo. Ese día, incluso el calor de las cucarachas me hubiese parecido más humano.

Antonio Abengoza

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