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Relatos :: Kike Turrón

¿Txacurrada significa correr? Bilbo 2002. pdf

Desde un pueblecito cercano a Iruña donde estábamos grabando un disco salimos a Bilbao. Habíamos cumplido con el plan de grabación y como medida de relax convencimos al productor para salir de allí, de aquel pueblo con tres casitas ná más... a la Semana Grande. La fiesta mola, o molaba, por que creo que la han jodido con las nuevas leyes del ayuntamiento, por lo visto ya no se permite tanto desparramo por la parte vieja. A joderse toca si cada vez más peña quiere ser madero en vez de fiestero, viendo así en cada acera a un sospechoso, viendo en cada bar un nido de confabuladores, viendo en mis ojos la amenaza. Cuando en realidad son ellos los que llevan la china. A joderse toca.

Llegamos de noche, la gente se escurría paralelamente a la ría. Aparecimos a tiempo de ver la actuación en el Campo del Gas, llenito, creo que Bumburi y los Deseo. Ahí empecé a calentar el motor que mueve las hélices que da aire a los camellos. Llevábamos cuatro días encerrados viéndonos todo el tiempo los mismos caretos y oliéndonos los pedos, así que estábamos ansiosos por comernos los mocos de otros.

En las chondas el tiempo pasaba deprisa, muy deprisa. Nos fuimos con los Deseo a tomar algo, pateando las calles húmedas de alegre mierda festiva.

Las siete calles pronto empezaron a sugerir que ellas cerraban. Como un trufa más de esa inmensa fiesta, veía como los camiones de basura arremetían contra la mierda. Seguía apoyado en la pared, con el mini en la palma de la mano, esperando a que el camión se acercase, desafiando al ruido que metía... cuando llegaron los salpiconcillos primeros del agua que le ayudaba a barrer me piré a otro lado. Alguien de allí me dijo lo que todos hemos oído mil veces: ¿sabes que una vez a un tío que se había quedado tirado, todo borracho, se lo había tragado la maquina y lo había matado? Ya, ya había oído yo, ¿pero eso no fue en San Fermines? ¡Que va! Aquí al ladito del Barrenkalle. Claro, todo lo trascendental ocurre en Bilbao a ojos de un bilbaíno.

Encaramos la zona del Pirata, ¿Bilbao la Vieja se llama? La que más tarde cierra, la que abre de mañana. Saludos al llegar, unos tragos y los coches que a duras penas lograban ganarle un cachito de asfalto a la gente, para deslizarse aburridos camino de donde fuese. Lo peor eran los buses, esos no entraban ni de coña. Dentro de los vehículos había de todo, pero se podía dividir en dos grandes grupos: sonrientes los que seguían de fiesta y se desplazaban y con cara palo tieso los que no estaban de fiesta y odiaban a los que a esas horas continuábamos en la cruzada. Ellos también se desplazaban en el vehículo público.

En la calle había un lleno total y avanzando a más. Chupas negras de cuero, botas, risas gritonas y gritos a carcajadas. Cada uno de los cinco o seis bares escupía un río de peña que iba a para a un mar de más peña que pululaba por la calle. Los bares también tiraban música al barullo. Como eran fiestas habían subido al diez sus cadenas domésticas, que de normal, habrían estado al seis los fines de semana y al tres o cuatro a diario, dependiendo de la hora, invariable el que estuviese gobernando Era un cóctel ratonero que lograba que la calle tuviese más algarabía, que tuviese vida, que sintiese algo más que sus sucios y gastados adoquines.

La Plaza aledaña estaba repleta de botacas militares, pendientes, crestas y pantacas ajustados y más risas y alguno ya tirado en un banco porque el cansanción decidió acostarle; pero nos sentamos en un escaloncito para eso que tu y yo sabemos, la tontería. El personal de la tienda de litros (un autoservicio de barrio), conociéndonos, ajustó sus horarios, había adelantado la hora de apertura de su negocio, o lo mismo no y ya era así de mañana, no se, pillé un litro y dejé a estos ahí sentados mientras daba una rula entre los corrillos de gente.

Entrar en un bar de esos que escupía música era una tarea poco menos que imposible, aunque de vez en cuando me aproximaba a la orilla de la barra de alguno de los chiringos y me pedía una cañita, o una ronda, según estuviese el percal. En una de esas andanzas alguien sacó un cachito ajo y rápido nos lo repartimos entre los que estábamos más cerca. Y así siguió la cosa, mientras se mascullaban nuevos planes para dentro de unas horas entre el twist de nuestras mandíbulas.

El ácido casi estaba a punto de subir cuando, de pronto, escoltando a un bus, o sea, tras de él y delante, aparecieron un mazo de maderos. Llevaban casco y eran grandes, maderos de los del norte (envasados en el sur) que apartaban a la peña empujándola, sin respeto, a mala hostia. Se iban haciendo hueco para que el bus circulase un poco más ligero y de paso, iban sembrando mal rollo entre los que permanecíamos contemplando su función... al terminar de pasar la comitiva, incluido bus, había un furgón policial que recibió el impacto de una litrona en las rejas de los cristales de atrás. Lo veía porque estaba al lado, estrujadillo en lo poco que había de acera, casi entrando en la plaza. Con el sonido del vidrio empezó la partida.

Todo sucedió deprisa, muy muy deprisa, como cuando hurgas con un palito en un hormiguero y todas las bichitas se ponen a hacer cosas, como locas, pero sabiendo en ese rápido caos donde van y que hacen, o al menos eso dicen en los documentales sobre su naturaleza. Ya no había tiempo para que mi descriptivo ojo se quedase con más datos, aunque la retina (que empezaba a dilatarse animada por el LSD) reparó en el que vendía en la tienda de litros que, aunque prudentemente había medio bajado su chapa metálica, dejaba que la peña se colase para librarse de lo que avecinaba. Sálvate si puedes, esa era la misión. Todo dios se metía donde podía. Como las hormiguitas amenazadas. A mí, la marea de peña me puso al lado de la vidriera de un bar que, gracias a ser verano, estaba abierta de par en par. Ahí me aferré y tiré como un loco para dentro. Detrás de mí cuantos podían trataban de imitarme, delante lo mismo. Fuera ya se oían disparos, decían que de pelotas de goma, me sudaba la polla de que lo que fuesen.

El bar se cerró cuando estuvo repleto, llegaron unos momentos de primer nerviosismo; permanecíamos pegados unos a otros, frenéticos, mirando la puerta cerrada y la reja metálica de la vidriera bajada. Poniéndome de puntillas pude comprobar que los de las primeras filas sujetaban el cierre, luchando contra los de fuera, los maderos, que trataban de abrirla. En una de esas cedió la puerta: cañones apuntando, cascos negros, mala pinta y todos al suelo. Si de pié cabíamos a duras penas, no te digo nada todos agachaditos. En esas situación me di cuenta que había perdido a mis acompañantes, hasta entonces no lo había notado por la testosterona y el ajo, sin embargo no estaba solo... (Bueno, esto queda romántico en exceso, incluso heroico y tal, pero deseaba ver a mis colegas con los que me había zampado el cartoncito) y, por arte de magia, allí apareció primero Erick y, al momentito el Babas. Nuestras pieles lucían intensos blancos, entre acojonados y llenos de adrenalina, entre orgullosos por estar allí y payasos por haber entrado en un sitio cerrado en tales circunstancias. Estábamos entre una cosa y la otra sin poder hacer nada. Nos hablamos: Tío, tío, ¿has visto? ¿Hijos de puta? Pedazo de hijos de puta.

Eran lentísimos segundos de gritos sordos los que pasaban mientras la puerta mostraba a los maderos, hasta que uno disparó, luego otro, otro más. La peña estalló en un grito de rabia, seguro que a alguno le había alcanzado un pelotazo. La peña de las primeras filas volvió a cerrar la puerta del bar, y de paso también se chaparon las de la percepción de Huxley. Aquello era de verdad.

Alguien, avezado en estas lindes, tuvo la brillante idea de decir a voces que cada uno pillase un vaso y lo llenase con un poquito de birra, por si entraban y decían los encapuchados aquello de: el que no tenga vaso en alto, será llevado detenido. Había oído esta teoría no pocas veces, lo mismo que había oído lo del camión de la limpieza que se tragó al chaval aquel. A la barra todos como locos, con la prudencia de los de la peli del coloso en llamas, o sea a bocajarro, marica el último. Me la bebí de un sorbo y pedí otro poco aún sabiendo que esa no era la misión del simbólico trago. Pasábamos vasos a los más próximos a la puerta del garito que no se podían acercar. Eran vasitos blancos, de los de cumpleaños de crío chico, con media caña, la mitad espuma.

La puerta cedió otra vez en este trance y mostró el mismo espectáculo. Un madero gritaba desde su escafandra negra a sus semejantes: no los miréis a la cara. Y otro redoble de pelotazos al fondo del bar y un cristal que estallaba en todas direcciones y más encabronados gritos enarbolando un hijos de la gran puta que poco podía hacer contra sus proyectiles.

Se chapó de nuevo la cancela metálica, pero ya no se podía hacer mucho. En la calle ya habían eliminado a toda la peña, todo dios estaba escondido o había volado de allí.

Finalmente se abría del todo la puerta del bar donde permanecíamos secuestrados y los cañones y los cascos seguían haciendo de muro, esperándonos. Gritaron que saliésemos de uno en uno y de despacio, mientras formaban un pasillo. Éramos tantos que el movimiento tardó en hacerse real para los que estábamos de la mitad para atrás del bar. Nos mirábamos los tres, Erick, Babas y yo cuando a una chica le dio un ataque de pánico: nos van a pegar de hostias, todas las putas fiestas terminan igual y no me da la gana, ¡nos van a hostiar! Lloraba con esa letanía desde el fondo del garito, casi refugiada en los baños. No habíamos caído ninguno en la cuenta, pero tenía razón, nos iban a meter de hostias sin remisión y por toda la cara. El tripi ya se había quedado parado, imagino que el miedo había bloqueado a las células esas que hacen que la droga ponga.

Juntos en fila tiramos a la casilla de salida y, a los nueve pasos, me vi en un pasillo de maderos en mono, casco y porra. Otros, igual de tiesos, llevaban de complemento las escopetas, en ese momento mirando al suelo, allí donde yo miraba casi todos los sesenta pasos que tuve que dar hasta terminar el pasillo. Ni una hostia... encima, tendríamos que estar agradecidos.

Encaré el puente que traiciona a la ría, ya sin la cercanía de los gorilas y cruzando me percaté de que había un poco de sangre en mi camiseta. Babas, Babas, ¿tengo algo en algún lado? Nada, no es tuya y vamos, tira ligero.

Llegamos finalmente a un bar de viejos, cerca de donde había visto al camión de la basura traga personas. Otra vez éramos nosotros, los de antes, que íbamos apareciendo ya desparramados, abollados. Pedimos unos tragos. Alguien decía que había huido por arriba y que también había maderos allí, otro que justo le dio tiempo a pirarse por que venía de comprar tabaco. Estábamos emocionados y el acojone se iba apartando de delante, teníamos tema para hablar y ningún moratón. ¡Que! ¿Sustito para los madrileños? Decían los colegas autóctonos. Si, sustito para los de la capital, pero también fue vuestro.

Kike Turrón.

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