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Doctor Deseo en la sala de Madrid. 21 de diciembre de 2012

Texto de Kike Babas y Kike Turrón. Fotos de Patricia González

Ver a Francis Diez toqueteándose piel con piel con una de las estatuas de yeso de la Sala Penélope resulta una escena divertida y entrañable, deliciosamente morbosa. Es otra de las señales que nos avisan que estamos en el territorio del Deseo, disfrutando de las habituales salidas de escenario que tanto caracterizan al cantante bilbaíno (mientras la banda hacía lo suyo en el entarimado, Francis cantó desde la balaustrada de la segunda planta, cantó entre el público, cantó bailando un ‘agarrao’ con una muchacha….), gozando de ese hombre pequeño que encima de un escenario se hace gigante, con las boas de plumas enredadas en el pie de micro, con el sombrero de ala corta y el ligero rojo, agitando una fálica cerveza que escupe espuma como si fuera semen…

La jugada es más o menos similar a la de dos años atrás con su anterior trabajo: al comienzo de la gira, presentación del disco en un teatro de Madrid, con la banda desplegando todo su cromático colorido, apoyada por bailarinas, coros y guiños circenses. Meses después, en la tanda de conciertos de despedida de la temporada, regreso a la capital en plan roquero esencial, a una sala donde la gente pueda bailar a gusto sin estar atada a una silla de terciopelo.

En la Sala Penélope se han concentrado los seguidores más acérrimos del grupo, los más rendidos a los pies de esa lírica que arrebola corazones y toca el hueso del sentimiento. Medio millar de entregadas almas que, como poco, habrán visto a la banda en al menos otra media docena de ocasiones anteriormente. Sí, aquí solo parece haber expertos en el Deseo. Quizás por eso la conexión entre público y grupo es inmediata, la entrega de ambas partes estaba asegurada de antemano.

Arranca el concierto con tres temas seguidos de su último disco “Al amanecer... seguir soñando”: ‘Hoy seremos tan valientes’, ‘Sigo temblando por ti’ y ‘¡Cuánto frío hace en saturno!’. Sabido es que hasta la fecha Doctor Deseo nunca han sido nada nostálgicos en el planteamiento de su repertorio, centrando siempre su set en el nuevo disco de turno, dejando poco espacio a sus temas más antiguos.

La banda suena hermética y robusta, recreando con mimoso músculo cada una de las canciones, tanto en los pasajes más roquerizados como en los más sedosos. Destaca la inclusión definitiva en el line-up de un saxo, a cargo de Mikel Piris Joe González, que dosifica su protagonismo y da un toque muy elegante al conjunto en general.

Suenan dos temas de la última década ‘Suspira y conspira’ y ‘Lagrimas de placer’, y vuelta al último disco, del que hacen ‘Sueño con niños y elefantes’ (precedido de un precioso alegato panafricano) y ‘Contra viento y marea’. Eso sí, cuando arrancan las primeras notas de ‘Corazón de tango’ (del ya lejano disco “Fugitivos del paraíso” 1992) la sala se viene abajo y todas somos una cantando aquello de: corazón de tango / tengo el cuerpo de jota / y soy un aprendiz de sinvergüenza. Al poco otro de los momentos álgidos de la noche, turno de una canción de canciones, pues pocos temas han calado tan hondo y husmeado con tanta maestría en la desesperación y la tristeza humana como ‘Abrázame’. Y así, bombeando al unísono como un solo corazón, llegamos al fin de la primera parte del show tras ‘La hermandad de los perros sin dueño ’, ‘Isla de cielo’, ‘Quién mueve las cuerdas’ y ‘Ez nauzu izango berriz’.

Parón para un cigarrito (moda última en algunas salas de Madrid que está funcionando muy bien), y vuelta a por la segunda parte del espectáculo, que arranca con la banda sentada en el centro del escenario al modo flamenco, cajón incluido, y muy buenas revisiones de ‘El perdedor’ (tema de su disco debut rescatado en el último) y ‘Antes de que me salve el olvido’, del anterior “Deseo Cartografía Imposible”. Después vuelven los músicos a sus puestos originales para acometer la recta final del bolo: ‘Ahora que estás dormida’, ‘Olas y naufragios’, ‘Mi torpe corazón’, ‘De chocolate y vainilla’, ‘Dancing in hell’ y ‘A mi pequeña María’.

A la salida, sonrientes y satisfechos como después de un buen revolcón, la sensación era igual no tanto de haber visto el concierto de tu vida, como de haber presenciado en directo una parte de la banda sonora de tu vida. Ahí es ná.

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