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19 de abril de 2024 | Publica tus noticias El Rock and Roll es la Única Fe Verdadera Arrodillaos Perros Infieles


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Talego la hora

Sigue, sigue... ¡No! Recula.

Los brazos me van a estallar. Ya no me caben ahí más marcas ni arañazos y si las venas pudiesen saldrían como barritas de regaliz. La parte opuesta del codo, (¿cómo se llamará esta parte de mi anatomía?), está más dura que un ojo de cristal. No puedo sudar más, estoy hasta arriba de mierda y los pies, sencillamente, me arden.

Se trata de un desahucio. Algún infeliz no ha podido pagar el alquiler de la oficina y ha salido por pies antes de que le embarguen el peluquín. La crisis. Este año llevo unos cuantos: dos viviendas particulares y un taller de reparaciones eléctricas (mi cadena de música la saqué de ahí).

El proceder oficial en un desahucio es muy fuerte. Llaman a tu puerta dos abogados, dos pitufos, dos empleados del estado; si tienes perro, como ha sido el caso, un funcionario más de la perrera municipal. Además de todo ese circo uniformado o con corbata y traje, yo y los demás mozos de carga (según lo tocho del lugar a vaciar), además del camionero, que en plan aclaratorio lleva pegado su nombre en la puerta del camión, será por si se lo quitan: Benito, que puede ser el padre, el hermano o el hijo, todos metidos en el gremio, el más pequeño estudió conmigo el BUP; el Bengala, el Rivet, el Chaves, Ormeño, que es el único que le da a la grifa, Bengala, que tiene dos caniche con él en la cabina, etc, etc.

Así te desearán los buenos días si llegas al extremo del desahucio, al embargo en tu puta cara, y da lo mismo una oficina que una casa particular, a saco, el gobierno se hace cargo de todo, menos de ti.

En todo desahucio debe haber más gente tocándose los huevos que trabajando. Ahí la ayuda de los municipales es decisiva, ¿qué harían sino estos señores a tres años de jubilarse? Los abogados del cliente husmean satisfechos cuando la cosa va quedando vacía. Parece que miden el suelo usurpado con sus zancadas, seguro que han sido meses de trabajo, diezmando los escasos recursos económicos del infeliz, congelando los céntimos de su triste cuenta bancaria. Ahora iban a por lo puesto. Las juezas, inmóviles, vestidas por el Corte Inglés, hacen un inventario inútil con todo lo habido y por haber, aunque al cabo de unas horas apuntan lo que tu las dices, total, el final de la jornada será vaciar el camión en el deposito municipal, una enorme nave llena de montones de montañas de objetos clasificados: muebles, ropa, oficina, maquinaria... ¿a que me recuerda este ordenamiento sumarísimo de las posesiones de los ciudadanos que no cumplen con su tan hipotético como real contrato con el estado? Todo por montones que luego se ponen en subasta y que, quién pone más mordida, pues se lleva lo mejor.

Otra figura fundamental en estas circunstancias de desalojo por la fuerza es el portero de la finca. Es alguien que tras años de trabajo sigue en la base de la pirámide y, cuando apareces por su puerta, se da cuenta de que por fin encuentra a alguien inferior a él, o sea yo, el mozo de carga. Entonces te putea a modo, mostrándote el camino más largo hasta la puerta, no dejándote su carro, prohibiéndote usar el ascensor, cerrando con llave el baño de la comunidad, husmeando mis movimientos.

- ¿Quién ha cargado esta caja? No veassssiipessa...

- ¿Desmontamos las estanterías o las bajamos así?

- ¡Precinto! ¿Dónde esta el precinto? A esta caja se le ha ido el fondo.

Vuelvo al principio del relato. Voy a ver si en este viaje al camión cojo dos cosas canijas, que no pesen. Siempre empiezas cargando con relativo ánimo, tanteando con la visual lo que tendrás que cargar. Vaciar más de sesenta metros cuadrados habitados es chungo de cojones. Al ser una cosa oficial, que paga el estado, se intenta que los mozos no se deslomen, que la factura aumente, pero aún así son muchas las cosas, son todas. Llevo unas horas de trajín y me cuesta contaros esto, por mi respiración y por el ojo del camionero, que se me puede echar encima y ya no dejar de vigilarme el resto de las horas que me quedan aquí, que serán muchas y se me harán pesadas. Junto varias barras metálicas con precinto, así no se desparraman. Al terminar, ya que estoy de cuclillas, me siento entre toda la mierda que se desparrama por el suelo. Esta frío y se agradece, aunque trato de no perder ripio. Me da igual que me vea el que pagará esto, el cliente, porque es un puto funcionario y porque suelen tener mejor punto que los conductores. Me oigo la respiración. No tengo que olvidar que aquí se paga por horas, no tengo prisa, ese es mi consuelo. Observo sin fijarme en nada concreto hasta que reparo en dos extintores. Zaas, la coña. Los pillo por las asas, no me resultan pesados aún estando llenos. Al camión.

Un talego la hora. No esta mal si no lo piensas mucho y no tienes nada en el bolsillo. El chollo de esto es pillar “un mínimo”. Te explico, porque no sirve cualquier “mínimo”; por las dos primeras horas te dan dos mil quinientas, y a partir de ahí a talego la hora. Aunque cargues media hora, has hecho “un mínimo” y te dan dos mil quinientas pesetas. No todos son ideales. Un “mínimo” de dos horas es demasiado tiempo para ese dinero, para eso, mola hacerte cinco u ocho horas al menos. El regocijo máximo llega cuando vas a trabajar y tras una espera de cortesía no aparece el cliente. Entonces cobras el “mínimo” sin mojar los sobacos, eso es ley.

¿Es esto rock and roll? ¿Tiene esto que ver algo con el rock and roll? ¿No necesita Angus Young oxigeno al terminar su función o durante esta? ¿Hay virus entre tanta mierda? ¿Podrán mis manos seguir escribiendo algo más antes de que aparezca ese doloroso calambre que me atraviesa el brazo?

El infeliz dueño de la oficina lo ha dejado todo, el sistema ganó el pulso o el menda tiene un buen seguro y se declaró en quiebra. ¡Que coño me importa! El habitáculo esta hasta arriba de morralla, los muebles parece que han echado raíz, las raíces parece que han criado cajas y cajas llenas de papeles. Te recuerdo que en un desahucio no puede quedar nada, solo el retrete, la moqueta o lo que pertenezca a la comunidad. Aires acondicionados, extractores de grasa, cuadros, archivadores, sillas, estanterías, lámparas o nevera fuera.

Nada más entrar he buscado algo que robar y como no hay moros en la costa lo pillo. Esto no esta muy bien visto en el gremio transportista, los regalitos personales no molan a quién no ha pillado, como decía el otro día la Duquesa de Alba: país de envidiosos. Lo mejor es ir situando lo elegido en algún lugar estratégico: en la cabina del camión con la chupa, alguna esquinita del inmueble, un rincón del portal o en el jardincito del edificio si se tercia. No se muy bien lo que es o si funciona, pero tiene aspecto de contestador automático y necesito uno. Es una especie de trofeo, si funciona.

Me quedo en el camión un rato, acompañando a quién se queda ordenando todo en la caja con ruedas y motor.

- ¿Queda mucho arriba?

- No sé. El pasillo esta lleno de cajas. ¿Este menda no tiene carro para traerlas?, molaría.

- ¿Quedan más maderas de estas grandes? Traérmelas antes que las cajas.

- ...

Me alejo en silencio hacia la oficina pensando en la suerte que tiene al no tener que recorrer toda esta distancia cargando. De ahí que halla ignorado mi interés por el carro. Hasta en esto hay clases.

- Para, ¡para, para! Tío, no puedo más, baja.

Se baja la estantería. Silencio, sudor, jadeos. Me siento extasiado, cansado y con las manos a punto de estallar, inflados los músculos, tensos para los restos. Qué distinto es follar a estar follado. Claro, que mucho peor es que te follen.

- ¡Vamos! Uno, dos, arriiibaaa.

Desde luego, aquí no comes alpiste, te lo aseguro. Los camioneros son muy dados a ponerte a parir delante del cliente. Es su manera de reafirmarse en su triste papel de jefes. Lo mejor es no abrir la boca, esas son las rusticas normas de este negocio, más viejo que la prostitución, otra acepción más literal de los términos de cargar y descargar.

- ¡Chaval! Ese cuadro, ¿que es que no lo ves? ¡Que lo razáis con la mesa! Pero, ¿qué no veis que no entra? Ponedlo plano, así, plano.

Dirige el conductor desde un lado de la acera, cigarro en mano y sus cojones también, a mano. Así consigue demostrar quién manda y quién obedece. Su panza desborda el pantalón azul mono, las grietas de su cara llevan ahí toda la vida. La verdad es que, a espaldas del cliente, al conductor solo le debes el respeto generacional y poco más te exige. Pocas veces ayuda en las cargas a no ser imprescindible, pero mucho. Una vez tuvimos que arrimar el hombro todos, incluido el cliente, para cargar con algo tan pesado que ni el montacargas podía con ello. Se sacó de aquel sótano esa maquinaria y mis riñones se hicieron un pelín más mayores.

Tengo los músculos tensos y las piernas molidas por los eacalones. El camión es tremendo, uno de mudanzas, o sea, un capitoné. Demasiados kilos para mis brazos, muchos viajes para mis piernas, mucha paciencia. En ese sentido lo mejor es que no te llamen solo. La firme voz de Pili o Carmen es lo que te da la noticia, ellas son las que ordenan y coordinan el buen funcionamiento de esta cooperativa de transportistas, lo hacen por medio de la radio de onda corta instalada en todos los camiones y por la que ellas ordenan desde la oficina donde solo acudes a cobrar.

- ¿Esta Kike?

- Si, soy yo. ¿Hay curro?

- Si; Capitán Haya treinta. A las diez.

- ¿Sabes qué es?

- Un desahucio en una oficina, ¿esta el otro Kike en casa?

- Ya se lo digo yo, que le veo esta tarde.

No se si esto es rock and roll pero te juro ahora no podría empuñar una guitarra, ni bailar, ni follar, ni nada. Como droga pediría azucar y agua, mucha azucar. Los pelos están espesos, huelo fatal y mi ropa no sirve ni como toalla. Trabajo durante horas, me deslomo por seis talegos. Me pongo en forma, aunque decididamente hoy ya no puedo más, gracias.

En casa no tenía leche ni en los bolsillos dinero para hacerme con algo de desayuno.

Y ya son las casi las nueve y no he comido más que un par de donuts porque me han dejado dos libras. Los he acompañado con un litro de sangría y dos pajitas de costo. El festín fue en la calle, mientras todos acudían a los numerosos restaurantes que exhibe esta zona. Me he alimentado más de los cálculos que hemos hecho con las horas y los talegos que nos estábamos ganando, incluso en la manera en que me iba a gastar la pasta. No hemos terminado el porte así que mañana estaremos aquí otra vez, la misma función y los mismos actores. Sinceramente no entiendo porque la gente busca trabajo, sabiendo que esto es lo que te puedes encontrar.

Kike Turrón.
Escrito en el año 1996 y publicado en el cd-libro “Nadie come del aire” (Subterfuge- 98).

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