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Alaska. Relato de Kike Babas

Me estaba empezando a sentir incómodo. Tenía un moco tan grande que no podía prestar atención a nada más que no fuese mi propio pedo. Cuando me pego un pasote de química me suele pasar. Me desconecto, automáticamente, como una calculadora con exceso de voltaje. Miro y pienso. Nada especial, todo en particular. Me río sólo. Los ojos se me desvían. La cabeza más. Si intento hablar, me trabo. Si consigo ser inteligible, digo incoherencias. A gusto por dentro, patético por fuera. No puedo expresarme con el exterior.

Con el caballo estos síntomas se cantean sin tener que aberrarme demasiado. Será la falta de costumbre (nunca le he dado al jaco), en fin... El caso es que me dan unos revolcones de buen rollete por todo el cuerpo que me dejan suave y caliente, en plan lagarto descansando bajo una piedra del desierto, quemado, sí, pero a la sombra. Mover un párpado es perder el tiempo. Inimitable.

Lo único que me jode es el estómago. Soy de los de "estómago delicado" o "pota fácil", si lo prefieres. Y los perros opiáceos, egoístas, cuando se meten en mí, no dejan estar a nadie más. Vamos, que lo hecho todo. Lo que haya comido o bebido antes. Todo lo que coma o beba mientras esté puesto. Para concluir en una horrible resaca potona. Tal vez, ya digo, sea la falta de costumbre (he visto tantas veces los ojos hambrientos de un ex-yonki cuando ve a alguien fumándose una plata y sin embargo a mí el simple olor de los chinos me da arcadas).

A lo que iba, incomunicativo y potón, así me pongo.

Así estaba el día de marras, en la sala Morocco, en Marqués de Leganés, cerca del cruce de San Bernardo con Gran Vía. Estaba con Nikki Sudden. El andaba por Madrid, haciendo promoción (¿?), o arramplando algún acústico pa'sacarse algo de guita. No lo recuerdo. Sé que veníamos de casa de unos amigos, con unas cuantas personas (quienes eran no importa), todos puestos.

Habíamos ido a ver a Corcovado, que hacía un numerito de canciones antiguas: Doors, "Parole" y todo eso. Un día a la semana. Ese era el día.

Estábamos en camerinos, Nikki y yo, el más maldito de los rockeros malditos había subido la semana anterior al escenario a interpretar una cancioncilla, Corcovado, que le gustan los Swell Maps, prestó gustoso un poco de su tiempo escénico para que el ex-líder de aquella marciana banda pop se expresara (este dato fue reseñado y todo por un periódico al día siguiente). "¿Crees que me dejará salir otra vez, Kiki?, ¿se lo preguntas tú?" "Vale Nikki".

El camerino era pequeño, marrón o granate, lleno de humo, lleno de cosas, lleno de gente. Había para sentarse, o nos arrinconamos en una esquina, no lo recuerdo. Ni whisky, ni Coca-cola, sólo cervezas, calientes. De eso me acuerdo. Nikki, como buen inglés, degustó la birra sin pegas. Yo, gocho de caballo, degustaba por igual cualquier cosa (ya lo lamentaría después). Los párpados semichapados, la conversación lenta, ese calorcito por dentro... La cerveza también.

De pronto la vi, entre el barullo de músicos y moscones; por lo visto también intervenía en el escenario; bajita, con el pelo bien maqueado y la ropa cantosa. No había duda, era Alaska. "Mira Nikki, esa es una cantante muy famosa aquí", "ya" me dijo parsimonioso y apacible, como siempre "la conocí el otro día... es como la Madonna española ¿no?" "... No quise decir nada ¿para qué?; aunque Alaska era mucho más que Madonna. Era el error sin solución, (los culpables fuimos todos), el horror del supermercado, la santa y la beata, la bola que a todo el mundo le mola, una y no más Santo Tomás... Escondí una inoportuna arcada.

Alguien me la presentó. Me pareció, de cerca, más bajita aun, y las tetas grandes, muy grandes. Dos globos tersos y bien hinchados. Bien escotados. Dos balones sobrenaturales y muy bien puestos. Se los hubiese besado. Aunque sólo le di los dos típicos besos en la mejilla. Eso fue todo. Ninguna gana de hablar. Muy de agustera...

Luego le comenté a Javier lo del Sudden. "Que va, tío, ya subió la semana pasada..." Mala suerte Nikki (como siempre). Cogimos dos cervezas más, calientes.

De lo que pasó después apenas hay constancia en mi memoria. Corcovado ese día no me gustó, por forzado o por vacío, no recuerdo. Ella, Alaska, también cantó, pero ni lo noté. Poté alguna vez más en el baño del garito.

Nunca más la he vuelto a ver.

Publicado originalmente en la tercera parte del libro "Nadie come del aire" de Kike Babas, Kike Turrón, Alberto Rahim y Belén de Santiago editado por Subterfuge en 1998 (sólo se conseguir este libro en los directos de King Putreak y The Vientre)

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