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Relatos :: Kike Babas

Once, doce, trece y catorce de marzo de dos mil cuatro pdf

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gora inperfekzioa!

Once de marzo

A las ocho de la mañana ya estaba despierto, escribiendo en mi habitación. Concretamente rellenando los formularios de inclusión en la AIE., la asociación de intérpretes y ejecutantes, para obtener algunos derechos como intérprete de mis propias composiciones. No ya como autor, sino como ejecutante de las mismas.

A esa hora de la mañana Bustarviejo estaba envuelto en un frío aún no desperezado, casi blanco, neblinoso. El habitual frío seco, invernal, con que el tiempo meteorológico abraza el amanecer de los pueblos de la serranía norte madrileña, la llamada Sierra Pobre, a poco más de medio centenar de kilómetros de la capital. El contraste del exterior, huesudo, helado, con el cálido y claroscuro interior de la vieja casucha de piedra y teja hacía de confortable bálsamo para ordenar las ideas, pues con tantas canciones desperdigadas por diferentes discos precisaba de cierta concentración. Me ayudaba de forma consciente la diferencia entre el calor doméstico que emanaban las zapatillas y el pijama, y el trinar congelado de los primeros pajarillos del otro lado de la ventana. Saberme, pues, del lado del calor, del hogar. Escribiendo. Rellenando unos formularios que empecé y abandoné aquella mañana, que aún no he vuelto a retomar.

Hora y media más tarde mi compañero de piso golpeaba con suavidad los nudillos en la puerta de mi habitación, golpes persistentes pero educados, que pretendían despertar sin sobresaltar. Como ya estaba despierto, abrí la puerta de mi cuarto al instante y le pregunté qué ocurría. Me dijo que fuera con él a ver la televisión, que le acababa de llamar su novia desde Madrid, que había habido un atentado grande, al parecer muy grande.

Encendimos a la vez el aparato eléctrico y un primer y madrugador cigarro. Aún tuvimos que encender varios cigarros más de seguido, que fumar calma el ansia y el humo da calor a las mismas vías respiratorias que envenena. Ansiedad y frío –ese que hasta hacía unos instantes parecía pertenecer sólo al invernal exterior– es lo que sentimos al ver las imágenes que emitía el televisor.

No dábamos crédito, en la pantalla se sucedían imágenes en tiempo real e imágenes grabadas en la última hora. En uno de los reconocibles andenes de llegada de la estación de Atocha se exhibían implacables tomas con mucha, mucha sangre, mucha, mucha carne muerta. Carne desmembrada. Cadáveres diseminados a la vera de un vagón estallado. Carne humana esparramada en los rieles de la estación de tren. Primeros planos de rostros desencajados, caras que mostraban paradójica ausencia, aún cubiertas de sangre, como si no se aceptase lo que acababa de ocurrir. Cadáveres dentro de un vagón que nadie recogía. Unos chicos lloraban inconscientes de su propia sangre, pero vivos. Iban en el vagón de al lado.

Lo primero que se incrustó fueron aquellas imágenes, el horror incrédulo anidado en esa pobre gente, gente de la calle, civiles. Eran estudiantes y trabajadores, se veía claramente. Se podía reconocer, en esas primeras imágenes que la memoria guardaría mudas sin más sonido que el de la sanguinolenta evidencia, la cercanía y la familiaridad. Se identificaba perfectamente el lugar y los lugareños, era Atochan sin duda, eran un montón de yoes. Se reconocía el tipo de calzado, la marca de algunas de esas bolsas de mano abandonadas sin dueño por las esquinas de la pantalla.

Y era precisamente eso, lo identificable de todo el panorama expuesto en la televisión, lo cotidiano del lugar y de las víctimas, lo que hacía que fuese algo tan duro, tan demasiado real y aterrador. Ni la costumbre periódica de ver muertos –decenas de muertos, miles de muertos– en las noticias de mediodía y de la noche, en cualquier canal y cualquier día del año, anestesiaba para un momento así. Más aún, quizá precisamente esa cierta habituación a ver muertos foráneos, en cantidades ingentes y con la generosa sangre entristeciéndolo todo, me había dejado desarmado y desprevenido para ver mis propios muertos, mi propia sangre, esa que utilizaba la misma marca de zapatillas, el mismo modelo de abrigo, la misma ciudad para vivir y trabajar.

Aquello era como una de esas acostumbradas conexiones en directo con Afganistán, Colombia, India o Irak. Más muertos y heridos de los que cabían en los hospitales. La muerte en la calle, en calles tan conocidas que dejaban de ser muertos catódicos para convertirse en muertos reales. Hasta entonces siempre había pensado en la tristeza que encierra un país que no puede con sus muertos, en la cierta falta de dignidad al no poder contener el número de heridos. Aprendí al momento que ningún país podía: y en pantalla se veía cómo se había habilitado un recinto cercano –un colegio, un gimnasio quizás– para acoger heridos y más heridos. Y más aún.

Tras el golpe visual inicial algunos datos se fueron clareando, se iban precisando los hechos, a esa hora de la mañana se contaban sesenta y dos muertos y tres atentados distintos: en la estación de cercanías de Atocha y en otras dos estaciones más de la ciudad, en esos vagones de metro tan cargados de gente que arriban cada mañana desde las poblaciones periféricas a la gran ciudad. En directo vi la deflagración de un coche por parte de la policía, un gesto que se prendió en mi memoria como descontextualizado, no me quedó claro por qué se explosionó aquel coche.

No sé cuánto tiempo pasó entre el shock y la reacción, probablemente minutos. Escasos los minutos, pero con tanta fuerza emocional que costaba contarlos. Eternos minutos hasta que caí en la cuenta de que mi hermana trabajaba de dependienta en una zapatería del centro de Madrid y, como vivía en Rivas-VaciaMadrid, todos los días cogía el metro a esa misma hora, todos los días se bajaba en esa misma estación. Apenas necesitó un segundo la sangre para helarse, apenas necesité yo un segundo para marcar con frenetismo el número de teléfono de la casa de mis padres. Las líneas estaban saturadas. Le envié un mensaje.

“Hola pister... Todo bien? Mandame un beso... Me preocupa lo del atentado. Kike.”.

Los veinte minutos que tardó en responderme se me antojaron nerviosos e irresponsables, infinitos. Sabía, quería saber, que no había pasado nada. Me decía, me repetía, que había trenes cada muy poco intervalo de tiempo, que no tenía que haber cogido precisamente ese tren y ese vagón, que si hubiese pasado algo ya me habrían avisado. Un lento goteo de sudor y miedo, de incertidumbre, se cebaba en mí mientras la televisión seguía emitiendo imágenes que asustaban e intranquilizaban. Aquello –esto– era Bagdad y Jerusalén, era una ciudad loca y desarmada, sin hospitales suficientes. Restos de vida en caras desquiciadas, en gestos dislocados e irreparables. Personas deshechas. Una pena recién estrenada, sin viaje de retorno.

Aún expectante por saber de mi hermana, la tremenda impresión causada por la magnitud del atentado quiso ocultar en esos primeros minutos que en verdad, de alguna manera, todo el dantesco espectáculo no me sonaba tan irreal. Fue llegando la certeza de lo ya sabido, que estábamos en un territorio hostigado y acostumbrado a vehículos bomba, que éramos acreedores de sucesivos gobiernos sin diálogo. Víctimas del patriotismo exacerbado. Amarillo, rojo, azul, blanco, rojo y verde. Y exacerbado. Habitantes de un territorio donde democracia y terrorismo, europeización y lucha armada habían ido conviviendo a malas, desarrollándose sordos y enemigos durante un cuarto de siglo hasta el callejón sin salida. Visto así, se trataba de una realidad donde ya no asombraba tanto la tanta sangre y el tanto resto de metal retorcido. Nada era realmente nuevo, otro atentado en Madrid, un pan nuestro de cada día. Esta vez tan cerca, tan grande. Mi compañero de piso y yo, a priori y sin ninguna certeza más que la de la experiencia de otros atentados en la ciudad, pensamos sin pestañear en el Grupo Vasco de Liberación Armada y nos cagamos en la gran cagada, nos cagamos en quien coño dirigiese semejante banda de colgados. Culebras y hachas salieron de nuestra boca. También nos llegó otra certeza, una triste y durísima evidencia, que a tres días de las elecciones generales, el implacable y extremadamente conservador Partido en el Poder volvería a ganar y ahora, con toda seguridad, por mayoría absoluta. Aquello era una cagada, la gran cagada. Y nos cagamos en la gran cagada, en los dirigentes de esa banda de colgados que iba a gobernar el país en breve con españolista y cristiana mano. Y cagadas de gaviota salieron de nuestra boca. No había duda, ganarían y se iban a quemar muchas, muchas brujas, muchas sorgiñes, más aún. Bromeamos con la posibilidad de hacer desaparecer la ikurriña que teníamos en casa... Broma que pronto se olvidó ante un imperante: ¡Joder, dónde está mi hermana! Al fin, mi hermana respondió:

“11.03.04 10:11
Todo bien no se puede llamar , luego hablamos”.

Salvada mi hermana, salvada la sangre, de forma natural el corazón y la cabeza se fueron abriendo en abanico hacia más gente. Hacia la otra gente. Me preguntaba quién más podría estar allí de entre mis conocidos y mis allegados, había sido demasiada gente. Demasiada para que no tocase. O quizás no, no teníamos por qué conocer a nadie, la sangre bien se podría quedar de aquel lado de la pantalla. Madrid era tan grande que podía desaparecer un barrio entero y el resto de la ciudad subiría las metálicas persianas de la cotidianidad sin que le afectase en absoluto, nos decíamos mi compañero de piso y yo sin demasiado convencimiento, buscando cierto calor en razonamientos insulsos, que reconfortaban lo justo que duraban en la boca. En un momento dado bajamos el volumen del televisor y pusimos en la cadena de música a Frank Sinatra. Por un instante la realidad pareció una de esas escenas de belicosa miseria de alguna película de Francis Ford Coppola. Pero Sinatra sonaba en verdad en mi casa, y de verdad eran la sangre y los muertos, estaban ahí, en Atocha, desparramados a tiempo real. Podía reconocer todos los edificios circundantes desde donde se hacía la toma de cámara de televisión. Me llegó entonces un mensaje de una amiga de Bilbao.

“11.03.04 10:46
EGUN ON! DSAYUNO KON PETARDOS...EH!”.

Sabía que tras el cínico saludo se escondía una inquietud por saber, así que respondí al instante.

“Joder, mazo d triste desagradabl desayunar cn tant carne muerta n pantalla. Mi hermana cog metro ahí a esa hora.. Ya ha mensajeado: sta bien. viva la comunicacio”

Mi respuesta no dejaba duda del abatimiento y la incertidumbre. Era sólo pena, sin comprender nada de los porquesís, o los porquenós, apenas el lloro inmediato del civil muerto en un daño colateral. Desde el pequeño país me respondieron rápido, con razones de guerra y actitud defensiva.

“11.03.04 11:07 PUES SI ALGO SALVAJE SI ES,TANTAS DTENCIONES Y ABERRACIONES ULTIMAS TNIAN K PETAR FUERTE, UNOS BOMBAS OTROS KARCELES Y COMISARÍAS, LA GUERRA ES PUTA PARA KIEN NO TIENE NADA K VER,EL DIA VA SER KABRON”.

No respondí a este último mensaje. Sabía que mi amiga conocía bien de lo que hablaba, que sabía de tantos y tantos encarcelamientos plenamente injustificados –pese a que las leyes se cambiasen año a año para hacer legal lo que en esencia no lo era–. Sabía de la tortura, de los malos tratos sistemáticos, de la ilegalización de una forma de sentir. Pero aquel razonamiento, en caliente, se me quedaba corto ante tanta sangre y tanto muerto. ¿Cuántas bolsas plásticas en la cabeza sumaban un tiro en la nuca? ¿Cuántas descargas eléctricas en los genitales apretaban un detonador? Que la guerra era puta parecía obvio, pero nunca me pareció la guerra ente capaz de justificar sus propios actos. Y no estaba la cosa para discutir en mensajes telefónicos quién de los dos patrióticos bandos y sus diferentes armas eran o no mejores en la balanza.

Una hora y cuarto más tarde recibimos una llamada de un amigo navarro, cagándose en los muertos del Grupo Vasco de Liberación Armada como sólo un navarro sabe cagarse en los muertos de alguien, con pasión y cabezonería. En verdad el amigo navarro llamaba para saber si todos estábamos bien. En principio sí, le contesté, pero habría que ir viendo a lo largo del día. El teléfono móvil volvió a campanillear con el sonido específico de haber recibido un mensaje, era mi amiga de Bilbao.

“11.03.04 13:05
AKI NADIE DA CRÉDITO,AUN HAY K VER KIEN LO REIVINDICA,DMASIADO SJA,NO PUEDE SER.UN BESO”

Aquel mensaje introdujo la primera idea discordante, la primera duda, frente a la idea que a priori me había hecho sobre la autoría del atentado. Decía que allí nadie daba crédito, que nadie reivindicaba aún, que era demasiado salvaje. “Dmasiado sja”, decía exactamente. Analizando someramente, haciendo memoria, concluí que nunca antes el Grupo Vasco de Liberación Armada había cometido un atentado de semejantes características. Aquello daba que pensar, instalaba de alguna manera un cierta sospecha, aunque no sabía de qué. La información que ofrecía la televisión no dejaba lugar a dudas sobre la autoría abertzale del asunto.

A primera hora de la tarde hablé por teléfono con mi amiga de Bilbao, me contó que Arnaldo Otegi, la cara política más visible del independentismo vasco de izquierdas, había renegado del atentado, que los integristas de la lucha armada tampoco se habían responsabilizado del mismo. Me consideré afortunado de tener amigos arriba, pues podía recabar información y contrastarla, en Madrid el pensamiento que transmitían los medios de comunicación era único. Un amigo de Madrid me llamó para contarme que en la radio habían dado la noticia de que Otegi se había desentendido del atentado, pero que los propios tertulianos y comentaristas habían desacreditado a toda velocidad las declaraciones de Otegi porque era un independentista vasco y, como el grupo armado también lo era, eso deslegitimaba sus palabras. La sospecha en mi cabeza se iba haciendo, aún perezosamente, certeza.

No me sorprendió demasiado que ese tipo de noticias no apareciesen en los telediarios de Madrid, la eterna costumbre de silenciar lo que no casase con el pensamiento que interesaba hacer creer. En los telediarios daban una y otra vez el número creciente de víctimas, reponían imágenes que yo ya había visto a primera hora de la mañana en directo. Hablaron todo tipo de personajes: políticos, bomberos, heridos, héroes anónimos, supervivientes. Todos los representantes del Gobierno, con demacrado semblante y gesto dolido y triste, hablaban sin dudar de la autoría de Grupo Vasco de Liberación Armada. Muchas de las peores y más sangrantes imágenes que había visto por la mañana no volvieron a emitirse, entendí que era una censura para que los televidentes no sufriésemos, adjudicando una vez más desde los medios qué es lo que nos iba a doler, administrando nuestro sentir, en suma: dirigiendo nuestro pensamiento.

La lógica seguía su curso en mi cabeza: si los independentistas rojeras vascos renegaban, tanto desde el abertzalismo político como desde la facción armada, eso dejaba la autoría de la masacre en manos de los árabes de la guerra santa. Perfectamente capaces de cometerlo eran, ahí estaba el 11-S y tantos otros, y motivos habían encontrado: el Partido en el Poder había alineado a España en el primigenio bando invasor de Irak, una coalición invasora formada por Estados Unidos y el Reino Unido y apoyada por los gobiernos dirigentes de países como España e Italia. Y de cada invasión -la historia lo muestra- surge una forma de resistencia. Volvía la guerra a encontrar motivos para justificarse en su propia idiosincrasia. Para entonces de nada había servido que nos tirásemos a las calles apenas unas pocas semanas atrás para decir que no queríamos esa guerra, que no queríamos ser el invasor en esa guerra. Nuevas guerras, nuevos enemigos y más ciudades con hospitales que se les quedaban cortos.

Se sucedían las llamadas a casa: los amigos de otras partes de la península llamaban para preguntar si le había pasado algo a alguien cercano, los de Madrid para contar que nadie cercano había aparecido entre las víctimas. Una llamada dejó el recado de que Carlitos de Vallecas no había aparecido aún, que no llevaba el móvil y que a veces cogía ese tren. Crucé otra vez dedos los dedos: “Que no haya pasado nada, que no haya pasado nada”. Con la incertidumbre de no saber qué había sido de Carlitos, confiando en que simplemente hubiese olvidado el móvil y no se le hubiese ocurrido pensar que nadie estuviese preocupado por él, me fui unas horas a pasear por el campo. Necesitaba despejarme, respirar, tomar algo de aire. Pasear bajo el sol frío y serrano, entre el arbusto bajo y el monte poroso, con los mugidos de las vacas y los ladridos siempre lejanos de los perros. Me volví a alegrar por la acertada decisión que había tomado al irme a vivir “al campo”. A la vuelta la televisión daba ya una cifra de ciento ochenta y tres muertos. Carlitos ya había aparecido y en el móvil encontré otro mensaje, de nuevo mi amiga de Bilbao.

“11.03.04 18:21
JODER KUANDO T HE MANDADO LOS MNSAJES NO HABIA VISTO LA TELE,SOLO LA RADIO Y LO K M KONTABAN,ESPERO K STEIS TODAS BIEN”.

Intercambié a lo largo de la tarde noche unas cuantas llamadas con Euskadi. Algunas personas se mostraban muy preocupadas por todos los conocidos comunes vascos que vivían en Madrid, por las posibles represalias. Entre diferentes amigos fui constatando que por ahí arriba ya se hablaba de un posible atentado islámico, que en otras cadenas europeas se habían dado informaciones sobre eso, que por lo visto extremistas islámicos habían reivindicado ya los atentados. En los telediarios nocturnos de las cadenas gratuitas que emitían en Madrid se informaba que en los periódicos del día siguiente los titulares buscaban autoría. Por la noche aún me llamarían para contarme que en algunas cárceles de mujeres habían aislado a las presas vascas de las presas comunes por su seguridad, que en las prisiones de hombres la cosa había sido peor. Las represalias ya habían empezado. Claro, pensé, en las cárceles no había teléfonos para contrastar información, tan sólo el políticamente teledirigido mensaje que el ente ofrecía. Por lo visto, detrás de los muros se habían reventado unas cuantas caras bajo la cómplice mirada de unos funcionarios de prisiones con los brazos cruzados.

Los pocos resquicios de duda que me quedaban se iban sellando. Según mis propias averiguaciones no habían sido los gudaris vascos, sino los muyaidines islámicos. Un detalle, aparentemente tonto, dicho en el telediario me reafirmó: la fecha. 11-M, 11-S. En el momento me pareció de una lógica aplastante. Supongo que fue de nuevo esa misma lógica la que me llevó a plantearme un interesante y cruel dilema ante una realidad política y social bastante enrarecida e inédita. Un hecho tristísimo y sombrío. Si el Partido en el Poder conseguía demostrar, o al menos hacer creer, que el atentado había sido obra del Grupo Vasco de Liberación Armada, la elecciones las volvería a ganar con una mayoría aún más absoluta de la que se le podía atribuir a priori. Le tocaba al Partido en el Poder mantener el origen de la autoría en suelo vasco, simplemente para ganar las elecciones. Y de paso fortalecer su política de patriótico españolismo. Los miembros del Partido en el Poder nos cicateaban desde los medios de comunicación, donde tenían holgados minutos para hablar y dejar sus impresiones, dando por cierto que el atentado era la prueba de que la banda armada vasca reaccionaba al acoso y derribo recibido desde las instancias gubernamentales y políticas. Con la estrategia se justificaba igualmente el machaqueo existente a todo lo que había olido a independentismo vasco, se apuntalaba que había que seguir hostigando hasta el final, borrando de la faz de la tierra todo lo que sonara a Euskal Herria y no a Vascongadas.

Por el contrario, si se demostraba que el atentado lo habían cometido los árabes de la guerra santa, el Partido en el Poder perdería la elecciones porque el pueblo entendería que la culpa del atentado sería en última instancia suya, por llevar al país a tomar parte de una invasión que nadie pidió. Y entonces ganaría las elecciones el Principal Partido de la Oposición, que había hecho mucho alarde populista de no apoyar esa invasión. Aquello me daba mucho que pensar. Según deducía yo, desde un pueblecito de la sierra madrileña con apenas un televisor y un teléfono, dependiendo de la velocidad con que se supiese la verdad se cambiaría o no de partido en el gobierno. Se matizaría el sentir de un país entero. ¿Cambiaría alguien su voto en función de quién detonase las bombas? ¿Votaríamos los que no votamos si conociésemos el origen geográfico de los autores? Me preguntaba si en alguno de los despachos políticos alguien sería capaz de frotarse las manos ante el posible desenlace. En una mano lágrimas, en la otra sangre, en el centro el siempre deseado poder. Había que saber usar muy bien la mano de las lágrimas y la mano de la sangre, el poder estaba en juego.

Doce de marzo

A las dos de la tarde entraba en casa de mis padres en Rivas-VaciaMadrid, a poco más de quince kilómetros de la capital por la carretera de Valencia, a setenta kilómetros de Bustarviejo. Fui con la disculpa de recoger unos zapatos, mis padres y mi hermana no estaban en casa, estaban trabajando. Me encontré con mi hermano pequeño, que tenía turno de tarde en el hipermercado. Le conté a mi hermano que en Euskadi ya se rumoreaba que no había sido el Grupo Vasco de Liberación Armada, que todos los que yo allí conocía cruzaban los dedos para que no hubiese sido. Mi hermano me respondió “¿Sabes? Aquí la gente quiere que sean ellos”. Vaya, no lo sabía. Esas noticias a la sierra no habían llegado. El ambiente se iba tornando envenenado mientras no se aclarasen las cosas. ¿Por qué preferían que fuese el Grupo Vasco de Liberación Armada? ¿Quizás porque era un enemigo más concreto y localizado? ¿Más pequeño, más débil, más señalable?

A las seis de la tarde, tras aparcar el coche en el periférico barrio de Hortaleza para evitarme atascos, me dirigí al centro de Madrid en metro, a la estación de trenes de Atocha precisamente, a recoger unos billetes para el AVE Madrid-Córdoba. No hacía falta ser un gran observador para notar que la ciudad llovía lagrimas. Al parecer todos llevábamos el corazón un poco encogido. Y todos sabíamos en qué estábamos pensando cada uno de nosotros, sabíamos el porqué de esas miradas apaleadas, huérfanas de alguna manera. La ciudad parecía más silenciosa de lo habitual. En el interior del metro la sensación era mucho más evidente.

El metro era gratuito ese día con objeto de facilitar al máximo la asistencia a la manifestación convocada a las ocho de la tarde en contra del terrorismo. Objetivamente hablando son varias las veces que en esta ciudad se puede palpar que todo el mundo está pensando en lo mismo, normalmente cuando hay una final de fútbol, pero nunca antes había visto tanta pena en el sentir colectivo. Un señor, emocionado y nervioso, gritó de pie en medio del vagón: “Señores, señoras, disculpadme, hacemos el recorrido de esta estación a la otra por las víctimas de ayer... un aplauso...”. El tren enteró aplaudió. Unos trasbordos más allá, alguien pidió un minuto de silencio y el tren al unísono se silenció por un minuto y algunos segundos, y aplaudió después.

Llegué a la estación de tren con cierto nerviosismo, no sabía realmente qué me iba a encontrar en Atocha. Tenía la idea de que me iba a topar con algún símbolo descriptivo de la masacre aún caliente. Alguna señal doliente, sangre sin limpiar, ¡yo qué sé! Me sentí raro en la estación, por alguna extraña y estúpida razón me vi a mí mismo como un joven sospechoso con mochila: joven sospechoso con mochila en zona cero... Pero claro, en una estación todo el mundo siempre es un sospechoso con mochila. Sonreí de mi propia ingenuidad. Pese a todo, la estación funcionaba con total normalidad y el trajín de gente me pareció el habitual. Tampoco había manera de constatar cúal era el comportamiento habitual de una estación de tren tras haber sufrido un aberrante atentado el día anterior.

La cola para retirar las reservas de billetes era inmensa e iba numerada, aún tardaría casi tres cuartos de hora en llegar mi turno. No había calculado que habría tanta gente en la estación, me esperaba una estación semivacía y un montón de billetes anulados, viajes cancelados por salir de donde salían, de la estación de Atocha, la estación asesinada. Pero no admite este Madrid ciertas frivolidades y apenas supersticiones. Y todos estábamos allí, con la pena húmeda y el numerito en las manos.

Para hacer tiempo salí a tomarme una cerveza a uno de los varios bares que hay frente a la estación. La televisión ya emitía toda la imaginería propia del caso, las tomas ya no eran al azar y al aquí te pillo. La parafernalia, la quirúrgica emisión de los hechos, se servía del mismo tipo de tomas recientemente aprendido, la misma manera de servirte el menú. Ya teníamos nuestro 11-S: el hispanizado 11-M. Era poner en práctica el mismo dolor teledirigido, dolor teledirigido made in usa. Como mosca, en una esquinita de la pantalla, cada cadena exhibía un pequeño crespón negro sobre una bandera española. En la plaza de toros de Las Ventas la bandera española lucía hasta media asta. Se daba una cifra aproximada de ciento noventa y ocho muertos.

De regreso a la estación, aún tuve tiempo de sentarme unos minutos en un banco a la espera de mi turno. Dos viejecillos hablaban entre sí, sentados a mi lado. “Hoy he visto a uno que en medio de la calle se ha puesto a gritar viva la Eta, era un loco, claro, pero rápidamente la gente ha empezado a darle de hostias hasta que ha llegado la policía y le ha echado mano”. “Mal hecho”, le respondió el otro viejo, “yo hubiera dejado que lo arreglasen, y si estaba loco al manicomio...”.

Volviendo en metro a Hortaleza, a por mi coche, otra vívida impresión se fue adueñando de mi observar. Me fijé en el rabillo de algunos de los llorosos ojos de la ciudad: venganza y linchamiento, eso vi. Esas ganas había: la sangre siempre pide sangre. En aquel sentir futbolero, todos a una, faltaba equipo contrario. Ya teníamos nuestros banderines de luto y nuestras bufandas con los colores de los muertos. Teníamos los goles clavados, pero sólo algunos sabían a qué equipo contrario insultar, o al menos querían saber a quién insultar. “Aquí la gente quiere que sean ellos”, me había dicho mi hermano. En una escalera mecánica una joven pareja local comentaba en alto sus dudas. “¿Diálogo? ¿Diálogo? Con un tiro en las piernas les iba a dar yo el diálogo”, farruqueaba él, a lo que ella respondió: “O en la nuca”. A la salida del metro un coche con una inmensa bandera española saliendo por su ventana se dirigía a todo velocidad hacia la calle Arturo Soria. En la calle un sudamericano le explicaba a su acompañante que si ganaba Mariano Rajoi se uniría con George Bush y por fin harían algo juntos contra el terror. A las ocho de la tarde, mientras buena parte de la ciudad se iba a la manifestación, me subí a la sierra. Tranquila y lejana, que no ajena, sierra. Antes de meterme en el coche escribí un mensaje a mi amiga de Bilbao.

“Tuve que ir a atocha a por unos billetes... Madrid esta surrealista ¡Que conversaciones se oyen! De relato! Yo devaneo entre la emotividad y el asco... Y muchos, muchos, que desean que los casantes hayan sido los vascos... Me piro a la sierra del tiron, esta ciudad apesta. Besos.”.

Cuando llegué a casa, pude leer un mensaje que aguardaba en el buzón de correo de mi móvil. Me había llegado mientras conducía, no supe de quién era, no tenía el número del remitente en la memoria del teléfono.

“12.03.04 20:26
Numero desconocido. Intoxicacion informativa. Al qaida ha reivindicado el atentado cuatro veces el gobierno lo niega. pasalo”.

La certeza televisiva daba por hecho unos hechos y unos responsables. El correveidile de los mensajes en móvil y las llamadas de teléfono, el boca oreja popular vía satélite, me daba otros responsables y, en última estancia, otros más. La careta usada por el poder, los medios de comunicación de masas, parecía despegarse un poco de la cara de la verdad que ofrecían los rumores del tú a tú. Y no es que me sorprendiera que tapasen o dirigiesen, pero estábamos todos demasiados soliviantados, demasiadas moscas detrás de demasiadas orejas, demasiado susceptibles para tragarnos cualquier cosa.

Mucho más duro fue conocer entonces la noticia de que el padre de Rafalín había aparecido entre las víctimas de Atocha. Al hombre, al segado, no le conocía, pero conocía a su hijo Rafalín, compañero de colegio en la infancia, compañero de algunas juergas en la veintena. Hacía tiempo que no le veía, pero recordaba vagamente que en la última conversación con él, meses atrás, me contó que se había casado, o había tenido un hijo. Vaya palo. Mujer sin suegro, nieto sin abuelo, Rafalín sin padre. Vaya palo.

Trece de marzo

A las once y media de la mañana Bustarviejo me despertó con un entierro. No era algo demasiado novedoso, en los pueblos chicos la gente vieja cuando se muere se hace notar más. Asomé la cabeza por la ventana, las campanas tocaban más de seguido, la gente salía de sus casas con el enlutado mirar negro y propio de la ocasión. Una hora después recibíamos una visita desde Vallecas, una pareja de amigos había decidido tomarse el aperitivo en la sierra y darnos un beso. Juntos fuimos al Garage, el bar del pueblo con las tapas más ricas y el ambiente más juvenil. Los de Vallecas traían unas pocas penas en la mano: el hermano de Roberto iba en el vagón de al lado, la cuñada no sé quién perdió un brazo y un ojo, la hija de la vecina de no sé cuál explotó en el atentado. Pese al mal rollo, intentábamos mantenernos de buen humor. De alguna manera lo estábamos: el día era bonito, las tapitas de anchoa con tomate estaban de vicio, la cerveza por su sitio, y nosotros disfrutábamos juntos de la amistad. Cosa bonita había, quién lo dudaba. Pero poco antes de las dos de la tarde, en la penúltima ronda, la camarera se acercó y nos contó que entre los muertos de Atocha estaba Javi, el de la asociación cultural Tararí. ¡Joder! Acabábamos de tocar con el grupo unas semanas atrás en la asociación del pueblo, en Tararí. Javi era uno de los miembros de la asociación, no supe identificar quien de todos, pero recordaba bien que todos lo miembros de Tararí se habían portado extraordinariamente con nosotros el día del concierto. El mismo trato que las veces anteriores: respeto, confidencialidad y echarle ganas. Se dio bien. Ahora uno de ellos estaba muerto. Había sido con el entierro de Javi con lo que me había despertado Bustarviejo por la mañana. Uff...

Fue entonces, con la congoja de la nueva noticia, que uno de los vallecanos me enseñó un mensaje de móvil que había recibido. Uno que yo no conocía. Leí en la pantalla de su pequeño aparato telefónico:

“¿Aznar de rositas? ¿Le llaman jornada de reflexión y Urdazi trabaja? Hoy 13M, a las 18 h. Sede PP C/Génova, 13. Sin partidos. Silencio por la verdad. ¡Pasalo!”.

Yo les enseñé el mensaje que había recibido la tarde anterior que decía que los árabes de la guerra santa habían reivindicado los atentados hasta cuatro veces. Ya lo conocían. A los pocos minutos recibí otro mensaje, era un amigo común.

“13.03.04 15:04 ¿Aznar de rositas? ¿Le llaman jornada de reflexión y Urdazi trabaja? Hoy 13M, a las 18 h. Sede PP C/Génova, 13. Sin partidos. Silencio por la verdad. ¡Pasalo!”.

Prácticamente en el mismo instante mi compañero de piso recibía el mismo mensaje. Ahí empezamos a barajar la posibilidad de pasarnos por la calle Génova. Ponía sin partidos y desde luego, que supiésemos, nadie había convocado nada, era cosa de la peña y sus teléfonos móviles, cosa del pueblo. No se anunciaba en los periódicos, ni en la televisión, ni en la radio, ni por los altavoces del metro. Parecía cosa nuestra. Con la tontería, la cerveza, la excitación, la pena y la rabia, nos pusimos como locos a reenviar el mensaje a todas las personas que pensábamos que podrían querer ir a pedir explicaciones a la misma puerta del que tenía que darlas. Cierta sonrisa se nos dibujó en el rostro de pensar en atreverse a ir a la mismísima sede del Partido en el Poder a cantarle la gallina en una “democrática” jornada de reflexión. Todo olía a mierda, la de los muertos y la de la mentira. La mentira era suya, los muertos nuestros. Comentábamos entre nosotros que si el Partido en el Poder quería ganar las elecciones, tenía que mantener la incertidumbre sobre la autoría, mentir si era necesario, ocultar las reivindicaciones sobre el atentado por parte de los árabes de la guerra santa, si es que todo era tal y como nos rumoreaban que en el resto de Europa y en Euskadi se comentaba. Tenían que mantener la tapa de la olla, aguantar unas horas más la presión y después ya habría tiempo de hacer cruzada religiosa contra el árabe. Por eso decía el mensaje que en la jornada de reflexión Urdazi, el director de informativos de la radiotelevisión española, estaba trabajando, dando por hecho cosas que los teléfonos móviles nos negaban. Minúsculos aparatejos que ponían en evidencia con pasmosa facilidad a todo el ente televisivo. Eso nos parecía a nosotros entonces. Entraba dentro de la lógica del poder, asegurábamos, aguantar la verdad unos días para quedarse ahí. Pero esta vez se veía demasiado el plumero: había que cantarles la gallina. Comentábamos que lo más seguro es que la policía fuese a reventar cabezas si la cosa era de verdad, que era su trabajo. Eso nos echaba un poco para atrás. Enviamos muchos mensajes, recibimos otros pocos. El teléfono sonaba avisando de nuevo mensaje y yo ya sabía cúal sería el contenido. La olla hervía y hervía, ganaba presión.

“13.03.04 15:20
¿Aznar de rositas? ¿Le llaman jornada de reflexión y Urdazi trabaja? Hoy 13M, a las 18 h. Sede PP C/Génova, 13. Sin partidos. Silencio por la verdad. ¡Pasalo!”.

“13.03.04 15:39
¿Aznar de rositas? ¿Le llaman jornada de reflexión y Urdazi trabaja? Hoy 13M, a las 18 h. Sede PP C/Génova, 13. Sin partidos. Silencio por la verdad. ¡Pasalo!”.

“13.03.04 15:57
¿Aznar de rositas? ¿Le llaman jornada de reflexión y Urdazi trabaja? Hoy 13M, a las 18 h. Sede PP C/Génova, 13. Sin partidos. Silencio por la verdad. ¡Pasalo!”.

Entre mis reenvíos de vez en cuando mandaba el mensaje que había recibido el día anterior.

“Intoxicacion informativa. Al qaida ha reivindicado el atentado cuatro veces el gobierno lo niega. pasalo”.

Hablamos seriamente sobre la posibilidad de bajar a Madrid. Nos repetíamos lo de que no había ningún partido político convocando, eso podía ser una garantía de que sería una “mani legal”, pero el legal de la calle, que no dejaba exento de los porrazos y las pelotas de goma. Yo había quedado en asistir a un cumpleaños en un pueblo cercano, pero aseguré que bajaba después del trocito de tarta y el cumpleaños feliz. Que allí nos encontraríamos. Habíamos empezado a tantear la posibilidad con jocosidad y desconfianza, pero tomaba camino de convertirse en responsabilidad histórica. “Yo una cosa así no me la pierdo. Épale, vamos echar unas pateadas y unos gritos, y si hay muchas hostias nos chindamos”.

En la fiesta de cumpleaños en Talamanca del Jarama, a treinta kilómetros de Bustarviejo, a unos sesenta de Madrid por la carretera de Burgos, nadie habló del atentado. En las pocas horas que estuve en la casa de mis amigos no hablé ni escuché hablar a nadie del atentado. Seríamos unas treinta personas, todas vivíamos en la comunidad de Madrid, todos conocíamos a alguien, de vista o de oídas como mínimo. Éramos amigos cercanos, de al menos diez o doce años parando juntos, y ninguno comentó ni mú. El silencio se me hizo raro, aunque no incómodo. También yo evité sacar el tema. Tal vez sólo queríamos estar a gusto: vivos, juntos y brindando, quizás se trataba de no frotar sobre la parte herida. Nos conocíamos demasiado bien para saber que teníamos distintas susceptibilidades, que lo mejor era la caricia leve y el trocito de dulce. Nos tratamos bien, nos quisimos en suave.

Se recibió una llamada en la casa, un amigo nos animaba desde el otro lado de la línea a que nos bajásemos a la calle Génova, a la puerta de la sede del Partido en el Poder, que había un “ambientazo del copón”. Finalmente, hacia las siete de la tarde, fletamos un coche con unos cuantos de nosotros. Llevábamos ganas cantarinas. Por el camino sí hablamos de ello: un amigo me contó que la impresionantemente llena manifestación del día anterior había transcurrido con solemnidad y respeto, que estuvo muy bien; otra amiga, en contraste, me contó que a la mitad del recorrido se tuvo que ir a casa, por el ambiente españolista en algunos de los grupúsculos humanos y porque un señor mayor la amenazó repetidamente con un paraguas cuando ella planteó en alto que había gato encerrado, que el Gobierno español había echado, por que le convenía electoralmente hablando, toda la culpa demasiado rápido a la minoría vasca de gudaris exaltados.

Antes de llegar a la calle Génova los móviles habían hecho acopio de más mensajes. La agenda del móvil reconocía algunos remitentes, otros no. Nuevas noticias llegaban que no nos iba a dar nadie, convocatorias que nadie iba a publicitar y que funcionaban por el nuevo boca a boca del moderno y estrenado siglo veintiuno.

“13.03.04 19:28
Intoxicacion informativa AL QAEDA ha reivindicado el atentado cuatro veces a atraves de medios arabes. El gobirerno español lo niega. PASALO.”.

“13.03.04 19:32
ESTA NOCHE A LAS 12 EN PTA DEL SOL *PASALO*”.

“13.03.04 19:50
El Centro Nacional d Inteligencia dice k han abandonado la hipótesis d Eta. A un 99% estan seguros de k es el terrorismo islámico. Pasalo”.

Efectivamente, ambientazo del copón. Miles de personas rodeaban la sede del Partido en el Poder en Madrid, decenas de furgonetas de antidisturbios protegían el edificio. La tensión habitual en el rictus de los armados uniformados, listos para reventar a la gente. Pero no parecía probable que les fuesen a dar esa orden, aquella congregación de tantas, tantísimas personas no era aplastable fácilmente, el país no estaba para exhibir más hostias y además había cámaras de televisión apostadas encima de los techos de algunas furgonetas. Había mucho abuelo, mucho estudiante, mucho progre y mucha ama de casa, mucho treintañero descreído. Mucho helicóptero policial grabándolo todo desde el aire. Impresionaba la normalidad de atuendos y posturas. Aquello era una algarabía popular y protestona. Muy, muy ruidosa, muy malhablada, pero muy educada con los tantísimos cristales que ofrecía la sede. Muy estudiantil y muy cívica, con apenas humo ilegal en el ambiente, con litros fríos de cerveza que no supe nunca de dónde aparecían.

Sólo estábamos allí delante gritando y cantando, desafiando su falso silencio con nuestra desaliñada queja. Decenas y decenas de personas subían en grupo por la calle Génova desde la plaza de Colón, y se unían rápidamente a la masa, a cantar y jalear. “Vosotros, fascistas, sois los terroristas”, se empezaba a escuchar desde una de las asediadas esquinas de Génova, por ejemplo, y poco a poco los miles de vociferantes nos íbamos uniendo hasta hacer un solo grito, “Vosotros, fascistas, sois los terroristas”, después aplausos y silbidos. Tremendamente tribales, tremendamente vivos. “Vuestra guerra, nuestros muertos”, repetíamos una y otra vez hasta que espontáneamente, como espontáneamente había aparecido, desaparecía el lamento. Y otra vez silbidos y aplausos. Uno de los lemas más celebrados era la adaptación del estándar norteamericano “When the saints go marchin’ in”, que decía “Te va a votar, te va a votar, te va a votar, te va a votar, te va a votar tu puta madre, te va a votar tu puta madreeeeee, te va a votar tu puta madre”. Se sucedían los insultos desaforados y dañinos hacia José María Aznar, presidente del Gobierno español en ese instante y por unos últimos días jefe saliente, por propia decisión, del Partido en el Poder.

En las callejuelas repletas de gente que desembocan en Génova, la calle Marqués de la Ensenada, la calle García Gutiérrez, la calle General Castaños, varios coches aparcados tenían abiertas las puertas de par en par y las radios sintonizadas a todo volumen. Se decía que en la televisión no estaba apareciendo nada de la concentración, que no existíamos. Así que la masa de inexistentes gritones nos mensajeábamos, nos susurrábamos lemas, nos pasábamos noticias unos a otros que, antes de llegar a doblar la esquina de la calle, ya habían cambiado de contenido aunque conservasen cierta esencia.

Los cuerpos represivos apretaban los dientes, pero no daban impresión de ir a hacer nada más que eso: rechinar. La otrota todo poderosa sede del Partido en el Poder emanaba miedo. Apenas era un edificio desvalido, solo y abandonado. Nervioso por la avalancha popular de coros desafinados y chisporroteantemente ofensivos. Quizás sólo fuera la mierda de su propia conciencia, porque miedo de otra cosa... Si a muchos de aquellos chavales sentados en la acera de la calle Génova sólo les faltaba colocar una flor en el orificio del cañón de la escopeta lanza-pelotas del policía que tenían delante. Les decían “No nos mires, únete”, se lo jaleaban de buen rollito y les exponían las palmas de sus manos pintadas de blanco. Sentados, con las piernas cruzadas y los brazos extendidos, “No nos mires, únete”.

Desde uno de los coches aparcados en la calle García Gutiérrez se ofreció una novedosa noticia: habían detenido a cuatro árabes en relación con los atentados. La noticia no nos cogió por sorpresa a los amigos que estábamos allí juntos, pero las detenciones aparecieron en un momento muy oportuno y reforzaron nuestro griterío. Nos dijimos que si hubiese estado en su mano, el Partido en el Poder hubiese ocultado esas detenciones otras cuarenta y ocho horas, para asegurar la victoria en la elecciones. Pero aquello era difícil de ocultar, tenían a parte del pueblo en la calle, delante de sus sedes, expectante y cabreado, además la noticia se filtraría rápidamente por los aparatos móviles, las empresas de telefonía no dejaban de hacer su peculiar agosto. Dos chavales con sendas radioauriculares ejercían de altavoces humanos difundiendo la noticia según la iban oyendo por los cascos de sus aparatos. La algarabía de inexistentes gritones nos fuimos transformando en un cúmulo de rumores y chascarrillos varios: decían que Mariano Rajoy, el nuevo candidato a presidente por parte del Partido en el Poder, pedía solemnemente que no nos reuniésemos delante de sus sedes en toda España, decían que Juan Carlos de Borbón, rey de España, pedía transparencia o anulaba las elecciones, decían que George Bush, presidente de Estados Unidos, sentía que por el apoyo que había dado España a la invasión de Irak hubiese pasado esto. Recibí un nuevo mensaje, un amigo madrileño que desde su casa me cuidaba.

“13.03.04 20:35
Ten cuidado. Acabsn de detener a dor marroquíes y dos indios.Poli caliente según veo en tv.”.

A los ya conocidos “Vosotros, fascistas, sois los terroristas”, “Vuestra guerra, nuestros muertos”, “Te va a votar tu madre” con la melodía de “When the saints go marchin in”, se sumaban continuamente nuevos lemas: el asonante y definitivo “Ito, ito, ito, Aznar hijo de puta”, los lacónicos “Asesinos” y “Mentirosos”, el ingenuo “Antes de votar, queremos la verdad”, el pragmático “Ni ETA, ni Al Qaeda, ni el Partido Popular”, el evidente “Televisión manipulación”, los también ingenuos “Policía únete” y “Nosotros dijimos no a la guerra”. Se sucedían los cánticos y los minutos de silencio. La olla explotaba en luminosos colores delante de la misma casa de la mentira. Se solapaban las manos alzadas, los silbidos y los abucheos. Desde la aparentemente vacía sede del Partido en el Poder asomaba de vez en cuando una cabecita desde algún piso. Los abucheos y los silbidos se triplicaban: “Los hijos de puta mandan afuera al de la limpieza, qué cobardes...” afirmaba con rotundidad una voz de hombre maduro ya casi afónica. En un momento dado un ciudadano negro, eufórico, aprovechó uno de los silencios para quedarse solo gritando “¡Volveos a vuestra casa!”, durante unos segundos se hizo a su alrededor un silencio expectante, obviamente el silencio se debía al contraste de lo dicho con el color de su piel y la pronunciación de su castellano, hasta que una joven voz anónima le apoyó con un “Muy buena ocurrencia, monstruo, que se vayan a su casa” y todos gritamos “¡Volveros a vuestra casa!” y hubo un estallido de carcajadas y otra vez “Ito, ito, ito, Aznar hijo de puta”. Un hombre de mediana edad vestido con chándal le explicaba a su hijo de doce años sus impresiones, aunque más pareciese que pensaba en alto: “Han estado tres días diciendo que había sido ETA y ahora de pronto resulta que han cazado a unos moros ¿así?, ¿por la cara?, ¿de la nada? ¿Pero creen que somos tontos?”. El chaval miraba a su padre con ojos solemnes, parecía no entender, pero asentía.

“13.03.04-21:37
E.P. Rajoy ha denunciado la mani. Mas cuidado”.

Mi amigo continuaba cuidándome en la distancia. Le respondí para tranquilizarle.

“Esto es como el concierto de chanbao pero sin municipales y insultando al pp... Muchas risas, muchas besos.”

El grupo aflamencado Chambao había tocado unas semanas atrás en la calle, en un escenario al aire libre en la plaza de Preciados, en el centro de Madrid, celebrando el veinticinco aniversario de Radio3. La policía municipal se había hinchado entonces a dar toques y a amenazar con multas a todos los que se atrevían a consumir cerveza en la calle. Vigilaban el contenido de las latas, iban detrás de tal o cual voluta de humo.

Sin escenario, frente a la sede del Partido en el Poder, el ambiente era fiestero y eufórico, era valiente. Una sensación nerviosa me recorría el cuerpo, nerviosismo histórico, me dijo alguien. Bien podía ser. También envié un mensaje a una persona que me hubiese apetecido ver allí. Allí y en cualquier parte.

“Nos dejamos llevar por los acontecimientos... pero el ambiente te encantaria...ambientazo...vente merece al pena,a las 12 en sol... Besos y mas,”.

El torrente humano comenzó a desplazarse a la Puerta del Sol, siguiente punto de la espontánea protesta según informaban los mensajes en los móviles. Pero me encontraba muy cansado: el día me había despertado con un muerto amigo, y apenas me había animado con un brindis y un cumpleaños. Al fin, me había permitido ir a chillar en la mismísima cara del gobierno –metafóricamente hablando– y, con las fortuitas detenciones, ver cómo se le caía definitivamente una de sus caretas. ¡Por una vez al menos! Me sentí muy satisfecho por haber podido compartir con otros tantos el momento. Un comportamiento cívico y ético, gritón y rumbero, de ciudadanos conscientes, tremendamente responsables. A nosotros las conciencias intranquilas no nos habían dejado reflexionar. Estaba allí por mí, por Javi de Tarari, por el padre de Rafalín, por la hija de la vecina de no sé cuál. Por el brazo, el ojo y la pierna. Por otros ciento noventa y por nuestro pelo.

Me llegué hasta la Puerta del Sol, miles de personas llegaban a la vez que yo, las doce campanadas se transformaban por momentos en un campanazo a un gobierno que acababa de quedar en evidencia. Apenas estuve unos minutos en la puerta del Sol, después cogí el metro hasta el coche, para subirme a Bustarviejo. La noche sin grillos y la cueva caliente esperaban. La radio del coche informaba de varias detenciones en relación con el atentado, supuestos miembros de Al Qaeda. Se insistía en que había que tomar la noticia con prudencia y precaución, se insistía en alabar y agradecer la rápida y eficiente labor de las fuerzas de seguridad del Estado.

Catorce de marzo

Día de elecciones generales en España. Dos resacosos mensajes coleaban en el móvil cuando desperté. Trasnochadores anónimos con ganas aún de festín comunicativo. No reconocí los remitentes.

“14.03.04. 08:02
Salud. Un fantasma recorre Europa. Que empiecen a temblar....”.

“14.03.04. 09:29
APAGADA GRAL A LES 22 H. NO AL TERRORISME!! NO ALTERRORISME D’ESTAT DL PP, Q, COM AL-QAEDA, HA VESTA SANG INNOCENT. NO A LA MANIPULACIO INFORMATIVA. PASSA-HOL”.

Por la mañana, en la calle, estuve charlando un buen rato con Miguel, el de la papelería, que con su firmeza habitual, su alardeada clarividencia, me contó su teoría de por qué el Partido Popular iba a perder las elecciones: me contó Miguel que Aznar había sido tonto, que si hubiese reconocido nada más empezar la investigación que habían sido los de Al Qaeda, -pues tuvo que saberlo de los primeros-, hubiese tenido aún dos días para convencer a todo el mundo, para hacer enarbolamiento del dolor. Que pese al abucheo inicial podía haberlo conseguido. Tenía los medios, y la gente precisaba apenas de unas pocas verdades. Pero que le dio miedo el previsible abucheo, le entró el nerviosismo a última hora y quiso tapar la evidencia, retenerla en secreto unas horas más. Y ahora había quedado como un mentiroso y por eso perdería su sucesor, Mariano Rajoy, las elecciones. Aznar se iría empantanado y deshonrado, decía Miguel, y los muertos le habían estallado en la cara, al rastrero. Después me contó que las víctimas se elevaban ya a doscientas. Treinta y siete de los cadáveres seguían sin identificar.

Kike Babas.

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