Páginas sueltas
¿Te puedes creer que nunca he leído un libro completo de Borges?. Sólo textos y poesías sueltas. Junto a Ortega y Gasset, es escritor que tengo pendiente desde hace años. Y se me ha abierto el apetito con ese extracto del Aleph, jejeje. Eso si, por ahora sigo prefiriendo a mis dos grandes...
Bueno, ahora dejo un artículo que encontré hace tiempo en una web y me pareció interesante. Como anuncia el titulo es sobre la filosofía samurái. No está firmado y el original tiene bastantes faltas de ortografía que corregido, pero al final dejo enlace.
Filosofía Samurái
La vida de un Samurái era como la de una flor del cerezo blanco. Hermosa y breve, como la flor, la muerte venia naturalmente, gloriosamente.
Es verdaderamente triste que un hombre trate bien a alguien que le ha de servir bien, y a un hombre que no le ha de servir, mal.
Uno debe de tener visión dentro del mundo de los sueños, que pasa por nuestros ojos tan rápidamente
Aquel hombre cuya profesión es de armas, debe calmar su alma, y mirar en la profundidad de los demás. Hacerlo es la esencia de las artes marciales.
Sin conocimiento uno finalmente no tendrá victorias.
Uno no debe estar envidioso de alguien que prosperó por medios justos. Tampoco se debe desdeñar a aquellos que no siguen el camino de la rectitud.
Considera lo que existe que existe, y aquello que no existe que no existe, y reconoce las cosas como son. Con tal mentalidad uno tiene protección divina, aunque no haga plegarias.
Un hombre de visión profunda sobrevivirá ambos el comienzo y el final, y considerará que cada faceta es importante.
La inteligencia es la flor de la discriminación. Hay muchas ejemplos de la flor floreciendo, pero no dando fruto.
No importa que la persona pertenezca a una clase alta o baja, si no ha puesto su vida en combate al menos una vez, es causa de vergüenza.
La estrategia es el arma del guerrero. Los comandantes deben de seguir y diseñar la estrategia, los soldados deben de conocer el camino. No hay guerrero en el mundo actual que en verdad entienda el camino de la estrategia. Está dicho que el guerrero es la espada de doble filo, con la espada y con la pluma, y debe tener pericia con ambos.
Si el enemigo piensa en las montañas, ataca por el mar, si piensa en el mar, ataca por las montañas.
Si vemos a hombres de otras escuelas discutiendo teoría, y concentrándose en técnicas con las manos, aunque parezcan hábiles, no tienen nada del verdadero espíritu.
Una personas que se diga que es experto en algo es iluso. Porque su ilusión lo hace concentrarse solo en una cosa, no piensa en nada mas que hacerse experto. Esa persona no vale la pena.
Si un hombre ve a alguien que actúa mal, y no hace nada para detenerlo, como puede seguir llamándose hombre
El samurái ideal debía llevar una vida austera, disciplinada, dedicada a sus señores feudales y a la perfección de su carácter y al perfeccionamiento del arte marcial. Se esperaba que ellos tuvieran la misma fineza en la ceremonia del te, caligrafía y poesía como la que tuviesen para remover la cabeza del enemigo en una batalla. Daban su lealtad completa a su Daimyo (Señor feudal) en su ejercito privado, a cambio recibían: tierras, posición, estatus y dinero.
Preceptos del Samurái (samurái no kokoroe), una moderna variación de una filosofía histórica:
Conócete a ti mismo. (Jiko o shiru koto), Siempre cumple con tus compromisos. (Jibun no kimeta koto wa saigo made kikko suru koto), Respeta a todos. (Ikanaru hito demo sonke suru koto), Mantén fuertes convicciones que no puedan ser alteradas por las circunstancias. (Kankyo ni sayu sarenai tsuyoi shinnen o motsu koto), No te hagas enemigo de ti mismo. (Mizu kara teki o tsukuranai koto), Vive sin lamentaciones. (Koto ni oite kokaisezu), Asegúrate de dejar una buena primera impresión. (Hito to no deai o taisetsu ni suru koto), No te aferres al pasado. (Miren o motanai koto), Nunca rompas una promesa. (Yakusoku o yaburanai koto), No dependas de otras personas. (Hito ni tayoranai koto), No hables mal de otros. (Hito o onshitsu shinai koto), No tengas temor de nada. (Ikanaku koto ni oite mo osorenai koto), Respeta las opiniones de otros. (Hito no iken o soncho suru koto), Ten compasión y comprensión de todos. (Hito ni taishite omoiyari o motsu koto), No seas impetuoso (karuhazumi ni koto o okosanai koto), Aun a las cosas pequeñas se les debe poner atención. (Chiisa na koto demo taisetsu ni suru koto), Nunca olvides ser apreciativo (Kansha no kimochi o wasurenai koto), Haz un esfuerzo desesperado. (Issho kenmei monogoto o suru koto), Ten un plan para tu vida. (Jinsei no mokuhyo o sadameru koto), Nunca pierdas tu espíritu de principiante. (Shoshin o wasurubekarazaru koto).
Meijin o Maestro
El aprender y el aprendizaje están hechos para ser olvidados. De cualquier forma un hombre puede ser entrenado en iaijutsu o en kenjitsu, el guerrero no puede ser maestro de su sabiduría técnica a menos que sus estorbos sean removidos y pueda mantener su mente en un estado de vacío (mu), removiendo hasta la técnica. Es entonces que el cuerpo es capaz de desplegar por primera vez , y a su máxima expresión, el arte adquirido por el entrenamiento de varios años. El cuerpo se moverá automáticamente, sin un esfuerzo consciente de parte del mismo guerrero. Cuando se llega a este nivel, todas las enseñanzas son tiradas al viento, con una mente perfectamente inconsciente de su propio trabajo, el arte del espadachín obtiene perfección y al que lo alcanza se le llama meijin o maestro.
El meijin es un técnico cuyas habilidades van mas allá de que la simple experiencia del cuerpo. Su esencia es espiritual. El es ejemplo de una vida ordenada y disciplinada. Él continúa exigiéndose a sí mismo, y nunca omite una practica diaria. Se le conoce por el aura de tranquilidad que lo rodea. Él posee fudoshin o la mente inamovible, un estado mental que le permite enfrentarse a cualquier situación con compostura.
La Muerte Antes del Deshonor
La muerte para el samurái no era algo a lo que se debía temer. Como guerreros, estaban devotos a pelear, cuando llegaba la muerte se esperaba que la enfrentasen con coraje y fuerza. En vez de permitir que fuera avergonzado al ser tomado como prisionero y decapitado por el enemigo, surgió la tradición entre los samurái de realizar su autoeliminación. Se conoce como Seppuku, una forma mas digna de llamarlo, que la expresión hara-kiri o cortar el abdomen. Se realizaba para: evitar el deshonor de la captura por el enemigo, para realizar el acto de kanshi (una forma de demostración ante un superior), o para ejecutar una muerte impuesta por las autoridades.
El seppuku solo podía ser llevado a cabo por un hombre de gran coraje, y por ello, destacaba al hombre como un miembro de la élite militar. Los japoneses piensan que el abdomen o hara, es el centro espiritual del cuerpo, y por ello, el lugar natural para cortar y causar la muerte. Para evitar prolongar el sufrimiento era ayudado por otra persona conocida como Kaishaku, su rol era cortar la cabeza cuando el acto se llevaba acabo, o cuando pareciera que el coraje del ejecutante pudiera faltar en el momento crítico. El Kaishaku debía ser diestro con la espada, ya que se esperaba que no cortara el cuello completamente, tenía que dejar la cabeza adherida al cuerpo mediante una porción debajo de la barbilla, así la muerte del ejecutante se distinguiría de una simple ejecución. El hombre se insertaba la daga en su abdomen con ambas manos, luego la movía de izquierda a derecha, finalmente giraba el cuchillo al otro lado y llevándolo hacia arriba, al plexo solar, siguiendo la costilla inferior. Habiendo hecho esto retiraba la daga, la ponía abajo y se inclinaba hacia delante para que su cabeza fuera cortada. El hombre no debía emitir ningún sonido, como una reflexión de honor y coraje, del mismo modo que cualquier otra persona que presenciara la ceremonia por respeto.
En 1968, una ceremonia de sepuku fue presenciada por Lord Redesdale, un diplomático británico en Japón. En sus memorias, ?Cuentos del viejo Japón?, detalla el incidente: ?Lentamente y con gran dignidad, el hombre condenado se montó sobre el piso elevado, se postró dos veces frente al altar, se sentó frente al una alfombra con su espalda hacia el altar, el Kaishaku estaba agachado a su mano izquierda. Uno de los tres oficiales se acercó, llevaba un pedestal donde descansaba la daga. Se la alcanzó al condenado quien la recibió con una reverencia, llevándola sobre su cabeza con ambas manos y la puso frente a si. El hombre dejó que cayeran sus ropas hasta su cinturón y se quedó desnudo hasta la cintura. Cuidadosamente, de acuerdo con la tradición metió su mangas bajo sus rodillas para evitar caer hacia atrás, ya que un noble caballero japonés debía morir cayendo de frente. Deliberadamente, con mano firme, tomó la daga y la acostó al frente; la miró prolongadamente, casi con afecto; por un momento parecía recolectar sus pensamientos por última vez, luego se insertó el cuchillo profundamente bajo la cintura del lado izquierdo, lentamente la giró y cortó hacia la derecha, después hizo un giro dentro de la herida y cortó un poco hacia arriba.
Durante esta enfermiza y dolorosa operación, nunca movió un músculo de su cara. Luego sacó el cuchillo, se inclinó hacia delante y estiró el cuello; una expresión de dolor por primera vez cruzó su rostro, pero no hizo ningún ruido. En ese momento, el Keishaku, quien había estado observando de rodillas cada movimiento, se levantó, posicionó su espada por un segundo en el aire; hubo un relámpago, un pesado, horrible sonido, una devastadora caída; con un soplo la cabeza había sido cortada del cuerpo del hombre. Un silencio siguió, roto tan solo por un agobiante sonido de la sangre emanando del inerte cuerpo frente a nosotros, el cual un momento antes había sido un hombre valiente y caballeroso.?
El Fin del Samurái
El principio del fin inició en 1867, cuando el ultimo shogunado cayó, y se formó un nuevo gobierno bajo el mando del emperador. Este periodo se llama la era Meiji. En 1968 el Emperador publicó ?El Juramento de 5 Artículos? el cual comenzó a desmantelar la clase samurái. Los días del samurái, sus espadas y sus privilegios como nobles, terminaron cuando el Emperador les quitó el derecho histórico de portar espadas. El derecho de portar armas fue restringido para policías y soldados. Esto fue una calamidad para el samurái, no solo se le quitó su fuente de identidad y orgullo, sino que terminó su vida como clase militar.
http://bushidoargentina.galeon.com/afic ... 23740.html
Pequeña apreciación: alguna parte del articulo como el párrafo sobre los preceptos del samurái son muy del estilo del chino Sun Tzu en "El arte de la guerra".
Bueno, ahora dejo un artículo que encontré hace tiempo en una web y me pareció interesante. Como anuncia el titulo es sobre la filosofía samurái. No está firmado y el original tiene bastantes faltas de ortografía que corregido, pero al final dejo enlace.
Filosofía Samurái
La vida de un Samurái era como la de una flor del cerezo blanco. Hermosa y breve, como la flor, la muerte venia naturalmente, gloriosamente.
Es verdaderamente triste que un hombre trate bien a alguien que le ha de servir bien, y a un hombre que no le ha de servir, mal.
Uno debe de tener visión dentro del mundo de los sueños, que pasa por nuestros ojos tan rápidamente
Aquel hombre cuya profesión es de armas, debe calmar su alma, y mirar en la profundidad de los demás. Hacerlo es la esencia de las artes marciales.
Sin conocimiento uno finalmente no tendrá victorias.
Uno no debe estar envidioso de alguien que prosperó por medios justos. Tampoco se debe desdeñar a aquellos que no siguen el camino de la rectitud.
Considera lo que existe que existe, y aquello que no existe que no existe, y reconoce las cosas como son. Con tal mentalidad uno tiene protección divina, aunque no haga plegarias.
Un hombre de visión profunda sobrevivirá ambos el comienzo y el final, y considerará que cada faceta es importante.
La inteligencia es la flor de la discriminación. Hay muchas ejemplos de la flor floreciendo, pero no dando fruto.
No importa que la persona pertenezca a una clase alta o baja, si no ha puesto su vida en combate al menos una vez, es causa de vergüenza.
La estrategia es el arma del guerrero. Los comandantes deben de seguir y diseñar la estrategia, los soldados deben de conocer el camino. No hay guerrero en el mundo actual que en verdad entienda el camino de la estrategia. Está dicho que el guerrero es la espada de doble filo, con la espada y con la pluma, y debe tener pericia con ambos.
Si el enemigo piensa en las montañas, ataca por el mar, si piensa en el mar, ataca por las montañas.
Si vemos a hombres de otras escuelas discutiendo teoría, y concentrándose en técnicas con las manos, aunque parezcan hábiles, no tienen nada del verdadero espíritu.
Una personas que se diga que es experto en algo es iluso. Porque su ilusión lo hace concentrarse solo en una cosa, no piensa en nada mas que hacerse experto. Esa persona no vale la pena.
Si un hombre ve a alguien que actúa mal, y no hace nada para detenerlo, como puede seguir llamándose hombre
El samurái ideal debía llevar una vida austera, disciplinada, dedicada a sus señores feudales y a la perfección de su carácter y al perfeccionamiento del arte marcial. Se esperaba que ellos tuvieran la misma fineza en la ceremonia del te, caligrafía y poesía como la que tuviesen para remover la cabeza del enemigo en una batalla. Daban su lealtad completa a su Daimyo (Señor feudal) en su ejercito privado, a cambio recibían: tierras, posición, estatus y dinero.
Preceptos del Samurái (samurái no kokoroe), una moderna variación de una filosofía histórica:
Conócete a ti mismo. (Jiko o shiru koto), Siempre cumple con tus compromisos. (Jibun no kimeta koto wa saigo made kikko suru koto), Respeta a todos. (Ikanaru hito demo sonke suru koto), Mantén fuertes convicciones que no puedan ser alteradas por las circunstancias. (Kankyo ni sayu sarenai tsuyoi shinnen o motsu koto), No te hagas enemigo de ti mismo. (Mizu kara teki o tsukuranai koto), Vive sin lamentaciones. (Koto ni oite kokaisezu), Asegúrate de dejar una buena primera impresión. (Hito to no deai o taisetsu ni suru koto), No te aferres al pasado. (Miren o motanai koto), Nunca rompas una promesa. (Yakusoku o yaburanai koto), No dependas de otras personas. (Hito ni tayoranai koto), No hables mal de otros. (Hito o onshitsu shinai koto), No tengas temor de nada. (Ikanaku koto ni oite mo osorenai koto), Respeta las opiniones de otros. (Hito no iken o soncho suru koto), Ten compasión y comprensión de todos. (Hito ni taishite omoiyari o motsu koto), No seas impetuoso (karuhazumi ni koto o okosanai koto), Aun a las cosas pequeñas se les debe poner atención. (Chiisa na koto demo taisetsu ni suru koto), Nunca olvides ser apreciativo (Kansha no kimochi o wasurenai koto), Haz un esfuerzo desesperado. (Issho kenmei monogoto o suru koto), Ten un plan para tu vida. (Jinsei no mokuhyo o sadameru koto), Nunca pierdas tu espíritu de principiante. (Shoshin o wasurubekarazaru koto).
Meijin o Maestro
El aprender y el aprendizaje están hechos para ser olvidados. De cualquier forma un hombre puede ser entrenado en iaijutsu o en kenjitsu, el guerrero no puede ser maestro de su sabiduría técnica a menos que sus estorbos sean removidos y pueda mantener su mente en un estado de vacío (mu), removiendo hasta la técnica. Es entonces que el cuerpo es capaz de desplegar por primera vez , y a su máxima expresión, el arte adquirido por el entrenamiento de varios años. El cuerpo se moverá automáticamente, sin un esfuerzo consciente de parte del mismo guerrero. Cuando se llega a este nivel, todas las enseñanzas son tiradas al viento, con una mente perfectamente inconsciente de su propio trabajo, el arte del espadachín obtiene perfección y al que lo alcanza se le llama meijin o maestro.
El meijin es un técnico cuyas habilidades van mas allá de que la simple experiencia del cuerpo. Su esencia es espiritual. El es ejemplo de una vida ordenada y disciplinada. Él continúa exigiéndose a sí mismo, y nunca omite una practica diaria. Se le conoce por el aura de tranquilidad que lo rodea. Él posee fudoshin o la mente inamovible, un estado mental que le permite enfrentarse a cualquier situación con compostura.
La Muerte Antes del Deshonor
La muerte para el samurái no era algo a lo que se debía temer. Como guerreros, estaban devotos a pelear, cuando llegaba la muerte se esperaba que la enfrentasen con coraje y fuerza. En vez de permitir que fuera avergonzado al ser tomado como prisionero y decapitado por el enemigo, surgió la tradición entre los samurái de realizar su autoeliminación. Se conoce como Seppuku, una forma mas digna de llamarlo, que la expresión hara-kiri o cortar el abdomen. Se realizaba para: evitar el deshonor de la captura por el enemigo, para realizar el acto de kanshi (una forma de demostración ante un superior), o para ejecutar una muerte impuesta por las autoridades.
El seppuku solo podía ser llevado a cabo por un hombre de gran coraje, y por ello, destacaba al hombre como un miembro de la élite militar. Los japoneses piensan que el abdomen o hara, es el centro espiritual del cuerpo, y por ello, el lugar natural para cortar y causar la muerte. Para evitar prolongar el sufrimiento era ayudado por otra persona conocida como Kaishaku, su rol era cortar la cabeza cuando el acto se llevaba acabo, o cuando pareciera que el coraje del ejecutante pudiera faltar en el momento crítico. El Kaishaku debía ser diestro con la espada, ya que se esperaba que no cortara el cuello completamente, tenía que dejar la cabeza adherida al cuerpo mediante una porción debajo de la barbilla, así la muerte del ejecutante se distinguiría de una simple ejecución. El hombre se insertaba la daga en su abdomen con ambas manos, luego la movía de izquierda a derecha, finalmente giraba el cuchillo al otro lado y llevándolo hacia arriba, al plexo solar, siguiendo la costilla inferior. Habiendo hecho esto retiraba la daga, la ponía abajo y se inclinaba hacia delante para que su cabeza fuera cortada. El hombre no debía emitir ningún sonido, como una reflexión de honor y coraje, del mismo modo que cualquier otra persona que presenciara la ceremonia por respeto.
En 1968, una ceremonia de sepuku fue presenciada por Lord Redesdale, un diplomático británico en Japón. En sus memorias, ?Cuentos del viejo Japón?, detalla el incidente: ?Lentamente y con gran dignidad, el hombre condenado se montó sobre el piso elevado, se postró dos veces frente al altar, se sentó frente al una alfombra con su espalda hacia el altar, el Kaishaku estaba agachado a su mano izquierda. Uno de los tres oficiales se acercó, llevaba un pedestal donde descansaba la daga. Se la alcanzó al condenado quien la recibió con una reverencia, llevándola sobre su cabeza con ambas manos y la puso frente a si. El hombre dejó que cayeran sus ropas hasta su cinturón y se quedó desnudo hasta la cintura. Cuidadosamente, de acuerdo con la tradición metió su mangas bajo sus rodillas para evitar caer hacia atrás, ya que un noble caballero japonés debía morir cayendo de frente. Deliberadamente, con mano firme, tomó la daga y la acostó al frente; la miró prolongadamente, casi con afecto; por un momento parecía recolectar sus pensamientos por última vez, luego se insertó el cuchillo profundamente bajo la cintura del lado izquierdo, lentamente la giró y cortó hacia la derecha, después hizo un giro dentro de la herida y cortó un poco hacia arriba.
Durante esta enfermiza y dolorosa operación, nunca movió un músculo de su cara. Luego sacó el cuchillo, se inclinó hacia delante y estiró el cuello; una expresión de dolor por primera vez cruzó su rostro, pero no hizo ningún ruido. En ese momento, el Keishaku, quien había estado observando de rodillas cada movimiento, se levantó, posicionó su espada por un segundo en el aire; hubo un relámpago, un pesado, horrible sonido, una devastadora caída; con un soplo la cabeza había sido cortada del cuerpo del hombre. Un silencio siguió, roto tan solo por un agobiante sonido de la sangre emanando del inerte cuerpo frente a nosotros, el cual un momento antes había sido un hombre valiente y caballeroso.?
El Fin del Samurái
El principio del fin inició en 1867, cuando el ultimo shogunado cayó, y se formó un nuevo gobierno bajo el mando del emperador. Este periodo se llama la era Meiji. En 1968 el Emperador publicó ?El Juramento de 5 Artículos? el cual comenzó a desmantelar la clase samurái. Los días del samurái, sus espadas y sus privilegios como nobles, terminaron cuando el Emperador les quitó el derecho histórico de portar espadas. El derecho de portar armas fue restringido para policías y soldados. Esto fue una calamidad para el samurái, no solo se le quitó su fuente de identidad y orgullo, sino que terminó su vida como clase militar.
http://bushidoargentina.galeon.com/afic ... 23740.html
Pequeña apreciación: alguna parte del articulo como el párrafo sobre los preceptos del samurái son muy del estilo del chino Sun Tzu en "El arte de la guerra".
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No nos podemos imaginar cuán miserable es nuestra actual condición humana y todo lo que nos perdemos. Lo que podŕian ser, no sólo el amor, la pasión y el deseo, sino también la amistad, la fraternidad y la solidaridad... si dejasen que la vida fuera la expansión creciente de deseos saciados en lugar de una espiral de carencia, miedo y sumisión.
En cualquier caso, lo cierto es que los sentimientos primarios, no posesivos, no metabolizados en Ley, no tienen cabida en este mundo; el amor puro, gratuito-no contaminado por la posesividad, asociado al deseo y no a la carencia-, el que sólo sabe desparramarse, el que no entiende de posesión ni de trueques ni de convenios el que no se vincula a la idea de la Pareja, aunque aflore no puede mantenerse en un sistema de sujetos que sobreviven en la carencia y en el miedo a carecer, formados en la "falta básica" y emocionalmente constituidos como vértices del doble triángulo. Los propios sujetos humanos se convierten en apisonadoras destructoras de los sentimientos puros de las criaturas recién nacidas y de los que se puedan filtrar de las adultas.
Todo es propiedad privada (es decir, un patrimonio). Todo el Planeta Tierra es propiedad privada; no queda un metro cuadrado sin acotar y sin propietario. Puedes comprar o vender un pedazod e tierra, incluso puedes regalarlo, pero siempre como una propiedad, como una posesión. Así ocurre con el deseo y con el amor. En cuanto aparece, inmediatamente es metabolizado por el Sistema y transmutado en objeto de posesión, y si se resiste y ogrece dificultades a dicha metabolización, entonces sencillamente no puede ser, se le condena a la extinción.
Dado que en este mundo la propiedad privada (y por lo tanto el patrimonio y por lo tanto la familia) es la garantía de no carecer, la posesión quita el miedo consciente -aunque nunca podrá hacer desaparecer el miedo inconsciente primario: ésta es nuestra tragedia- . Cuando poeseemos y nos sentimos poseídos/as parece que no sentimos el miedo.
pag 85 del libro de Casilda Rodrigáñez y Ana Cachafeiro "La represión del deseo materno y la génesis del estado de sumisión inconsciente".
En cualquier caso, lo cierto es que los sentimientos primarios, no posesivos, no metabolizados en Ley, no tienen cabida en este mundo; el amor puro, gratuito-no contaminado por la posesividad, asociado al deseo y no a la carencia-, el que sólo sabe desparramarse, el que no entiende de posesión ni de trueques ni de convenios el que no se vincula a la idea de la Pareja, aunque aflore no puede mantenerse en un sistema de sujetos que sobreviven en la carencia y en el miedo a carecer, formados en la "falta básica" y emocionalmente constituidos como vértices del doble triángulo. Los propios sujetos humanos se convierten en apisonadoras destructoras de los sentimientos puros de las criaturas recién nacidas y de los que se puedan filtrar de las adultas.
Todo es propiedad privada (es decir, un patrimonio). Todo el Planeta Tierra es propiedad privada; no queda un metro cuadrado sin acotar y sin propietario. Puedes comprar o vender un pedazod e tierra, incluso puedes regalarlo, pero siempre como una propiedad, como una posesión. Así ocurre con el deseo y con el amor. En cuanto aparece, inmediatamente es metabolizado por el Sistema y transmutado en objeto de posesión, y si se resiste y ogrece dificultades a dicha metabolización, entonces sencillamente no puede ser, se le condena a la extinción.
Dado que en este mundo la propiedad privada (y por lo tanto el patrimonio y por lo tanto la familia) es la garantía de no carecer, la posesión quita el miedo consciente -aunque nunca podrá hacer desaparecer el miedo inconsciente primario: ésta es nuestra tragedia- . Cuando poeseemos y nos sentimos poseídos/as parece que no sentimos el miedo.
pag 85 del libro de Casilda Rodrigáñez y Ana Cachafeiro "La represión del deseo materno y la génesis del estado de sumisión inconsciente".
Dos aportes: extracto del libro "Relatos de un viejo indecente" de Bukowski y una poesía de Cesar Vallejo:
y así me vi yo en Atlanta, peor todavía que en Nueva York, más tronado, más loco, más enfermo, más flaco; sin más oportunidades que puta de cincuenta y tres o araña en bosque en llamas. en fin, allí iba yo calle abajo y era de noche y hacía frío y a Dios le daba igual, a las mujeres les daba igual, y al imbécil del editor le daba igual. a las arañas les daba igual, no podían cantar, no conocían mi nombre, pero el frío sí y las calles lamían mi vientre helado y vacío, ja ja, las calles sabían de más, y yo andaba por ellas con mi blanca camisa californiana. y helaba y llamé a una puerta, eran más o menos las nueve, casi dos mil años después de que Cristo palmara, y la puerta se abrió y en el quicio apareció un hombre sin rostro. y yo dije, necesito una habitación, vi que tenían un cartel Se Alquila Habitación. y él dijo, no me gustas. así que no molestes. la único que quiero es una habitación, dije, hace mucho frío. le pagaré. quizás no tenga para una semana, pero sólo quiero librarme del frío. no es morir lo que me molesta, lo que me molesta es estar perdido. vete a tomar por el culo, dijo él. la puerta se cerró. recorrí las calles cuyo nombre desconocía. no sabía qué dirección tomar. lo triste era que algo iba mal. y yo no era capaz de formularlo. colgaba en mi cabeza como una biblia. qué mierda absurda. qué modo de perderse. sin mapa. sin gente. sin ruido, sólo avispas. piedras. paredes, viento. la polla y los huevos colgando inertes. podía gritar lo que fuera en la calle y nadie oiría, a nadie le importaría un bledo. no es que debiera importarles. yo no pedía amor. pero había algo muy extraño. los libros nunca hablabande eso. los padres nunca hablaban de eso. pero las arañas sabían. a tomar por el culo. por primera vez me di cuenta de que todo lo que era PROPIEDAD DE ALGUIEN tenía un CIERRE. todo estaba cerrado. una lección para ladrones y locos, Norteamérica la bella. entonces vi una iglesia. no es que me gustaran demasiado las iglesias, sobre todo cuando estaban llenas de gente. pero no creí que aquélla lo estuviera a las nueve de la noche. subí las escaleras. eh, eh, mujer, ven a ver lo que queda de tu hombre. podía sentarme allí un rato y aspirar el hedor, quizás sacarle algo a Dios, darle quizás una oportunidad. empujé la puerta. la muy hijaputa estaba cerrada. bajé las escaleras. seguí recorriendo calles, doblando esquinas sin motivo, seguí caminando. estaba ya sobre mí. el muro. a esto temen los hombres. no sólo estar aislado para siempre. sino también no tener un amigo. así que, es posible, pensé, que esto PUEDA hacer que te cagues de miedo. que pueda MATARTE. el truco barato de ellos es meterse y engancharse. meterte en la cartera toda clase de tarjetas. dinero. seguro. automóvil. cama. ventana. retrete. gato. perro. fábrica. instrumento musical. partida de nacimiento. cosas por las que enfadarse. enemigos. partidarios. sacos de harina. palillos de dientes. culo sano. bañera. cámara fotográfica. limpieza de botas.
Relatos de un viejo indecente, Hank Chinaski
-------------------------------------------------------------------------------------
Color de ropa antigua. Un julio a sombra,
y un agosto recién segado. Y una
mano de agua que injertó en el pino
resinoso de un tedio malas frutas.
Ahora que has anclado, oscura ropa,
tornas rociada de un suntuoso olor
a tiempo, a abreviación... Y he cantado
el proclive festín que se volcó.
Mas ¿no puedes, Señor, contra la muerte,
contra el límite, contra lo que acaba?
¡Ay, la llaga en color de ropa antigua,
cómo se entreabre y huele a miel quemada!
¡Oh unidad excelsa!,¡ Oh lo que es uno
por todos!
¡Amor contra el espacio y contra el tiempo!
Un latido único de corazón;
un solo ritmo: ¡Dios!
Y al encogerse de hombros los linderos
en un bronco desdén irreductible,
hay un riego de sierpes
en la doncella plenitud del uno.
¡Una arruga, una sombra!
Absoluta, César Vallejo
y así me vi yo en Atlanta, peor todavía que en Nueva York, más tronado, más loco, más enfermo, más flaco; sin más oportunidades que puta de cincuenta y tres o araña en bosque en llamas. en fin, allí iba yo calle abajo y era de noche y hacía frío y a Dios le daba igual, a las mujeres les daba igual, y al imbécil del editor le daba igual. a las arañas les daba igual, no podían cantar, no conocían mi nombre, pero el frío sí y las calles lamían mi vientre helado y vacío, ja ja, las calles sabían de más, y yo andaba por ellas con mi blanca camisa californiana. y helaba y llamé a una puerta, eran más o menos las nueve, casi dos mil años después de que Cristo palmara, y la puerta se abrió y en el quicio apareció un hombre sin rostro. y yo dije, necesito una habitación, vi que tenían un cartel Se Alquila Habitación. y él dijo, no me gustas. así que no molestes. la único que quiero es una habitación, dije, hace mucho frío. le pagaré. quizás no tenga para una semana, pero sólo quiero librarme del frío. no es morir lo que me molesta, lo que me molesta es estar perdido. vete a tomar por el culo, dijo él. la puerta se cerró. recorrí las calles cuyo nombre desconocía. no sabía qué dirección tomar. lo triste era que algo iba mal. y yo no era capaz de formularlo. colgaba en mi cabeza como una biblia. qué mierda absurda. qué modo de perderse. sin mapa. sin gente. sin ruido, sólo avispas. piedras. paredes, viento. la polla y los huevos colgando inertes. podía gritar lo que fuera en la calle y nadie oiría, a nadie le importaría un bledo. no es que debiera importarles. yo no pedía amor. pero había algo muy extraño. los libros nunca hablabande eso. los padres nunca hablaban de eso. pero las arañas sabían. a tomar por el culo. por primera vez me di cuenta de que todo lo que era PROPIEDAD DE ALGUIEN tenía un CIERRE. todo estaba cerrado. una lección para ladrones y locos, Norteamérica la bella. entonces vi una iglesia. no es que me gustaran demasiado las iglesias, sobre todo cuando estaban llenas de gente. pero no creí que aquélla lo estuviera a las nueve de la noche. subí las escaleras. eh, eh, mujer, ven a ver lo que queda de tu hombre. podía sentarme allí un rato y aspirar el hedor, quizás sacarle algo a Dios, darle quizás una oportunidad. empujé la puerta. la muy hijaputa estaba cerrada. bajé las escaleras. seguí recorriendo calles, doblando esquinas sin motivo, seguí caminando. estaba ya sobre mí. el muro. a esto temen los hombres. no sólo estar aislado para siempre. sino también no tener un amigo. así que, es posible, pensé, que esto PUEDA hacer que te cagues de miedo. que pueda MATARTE. el truco barato de ellos es meterse y engancharse. meterte en la cartera toda clase de tarjetas. dinero. seguro. automóvil. cama. ventana. retrete. gato. perro. fábrica. instrumento musical. partida de nacimiento. cosas por las que enfadarse. enemigos. partidarios. sacos de harina. palillos de dientes. culo sano. bañera. cámara fotográfica. limpieza de botas.
Relatos de un viejo indecente, Hank Chinaski
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Color de ropa antigua. Un julio a sombra,
y un agosto recién segado. Y una
mano de agua que injertó en el pino
resinoso de un tedio malas frutas.
Ahora que has anclado, oscura ropa,
tornas rociada de un suntuoso olor
a tiempo, a abreviación... Y he cantado
el proclive festín que se volcó.
Mas ¿no puedes, Señor, contra la muerte,
contra el límite, contra lo que acaba?
¡Ay, la llaga en color de ropa antigua,
cómo se entreabre y huele a miel quemada!
¡Oh unidad excelsa!,¡ Oh lo que es uno
por todos!
¡Amor contra el espacio y contra el tiempo!
Un latido único de corazón;
un solo ritmo: ¡Dios!
Y al encogerse de hombros los linderos
en un bronco desdén irreductible,
hay un riego de sierpes
en la doncella plenitud del uno.
¡Una arruga, una sombra!
Absoluta, César Vallejo
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- Registrado: Lun Ene 30, 2012 9:09 pm
Joder, ha muerto Gabriel... dejo un extracto suyo como pequeño homenaje... probablemente estos días pondré mas cosas suyas según vaya revisitando sus novelas...
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costo la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
-Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con mucha calma.
-Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el domingo trágico en que José Arcadio Buendía le gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle.
-Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer.
José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar:
-Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad.
Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. «Tú serás responsable de lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra.
-Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya.
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costo la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
-Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con mucha calma.
-Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el domingo trágico en que José Arcadio Buendía le gano una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle.
-Te felicito -gritó-. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer.
José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar:
-Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad.
Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. «Tú serás responsable de lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra.
-Si has de parir iguanas, criaremos iguanas -dijo-. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya.
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.
Llevo toda la noche leyendo páginas sueltas del abuelo con la ternura del crío que pasa las horas muertas jugando con sus cochecitos en el patio de la casa. Dejo unos fragmentos...
Eran recuerdos nobles, pero la víspera del 29 de agosto sentí el peso inmenso del siglo que me esperaba impasible cuando subí con pasos de hierro las escaleras de mi casa. Entonces volví a ver una vez más a Florina de Dios, mi madre, en mi cama que había sido la suya hasta su muerte, y me hizo la misma bendición de la última vez que la vi, dos horas antes de morir. Trastornado por la conmoción lo entendí como el anuncio final, y llamé a Rosa Cabarcas para que me llevara a mi niña aquella misma noche, en previsión de que no se cumpliera mi ilusión de sobrevivir hasta el último aliento de mis noventa años. Volví a llamarla a las ocho, y una vez más repitió que no era posible. Tiene que serlo, a cualquier precio, le grité aterrorizado. Colgó sin despedirse, pero quince minutos después volvió a llamar:
? Bueno, aquí la tienes.
Llegué a las diez y veinte de la noche, y le di a Rosa Cabarcas las últimas cartas de mi vida, con mis disposiciones sobre la niña después de mi final terrible. Ella pensó que me había impresionado con el acuchillado y me dijo con aires de burla: Si te vas a morir que no sea aquí, imagínate. Pero yo le dije: Di que me atropello el tren de Puerto Colombia, ese pobre cacharro de lástima incapaz de matar a nadie.
Preparado para todo aquella noche, me acosté bocarriba a la espera del dolor final en el primer instante de mis noventa y un años. Oí campanas distantes, sentí la fragancia del alma de Delgadina dormida de costado, oí un grito en el horizonte, sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba. Entonces apagué la luz con el último aliento, entrelacé mis dedos con los suyos para llevármela de la mano, y conté las doce campanadas de las doce con mis doce lágrimas finales, hasta que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber sobrevivido sano y salvo a mis noventa años.
Mis primeras palabras fueron para Rosa Cabarcas: Te compro la casa, toda, con la tienda y el huerto. Ella me dijo: Hagamos una apuesta de viejos: el que se muera primero se queda con todo lo del otro, firmado ante notario. No, porque si yo me muero, todo debería ser para ella. Es igual, dijo Rosa Cabarcas, yo me hago cargo de la niña y después le dejo todo, lo tuyo y lo mío; no tengo a nadie más en este mundo. Mientras tanto, remodelamos tu cuarto con buenos servicios, aire acondicionado, y tus libros y tu música.
? ¿Crees que ella estará de acuerdo?
? Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.
Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.
Memoria de mis putas tristes, Gabriel García Márquez.
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Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
-Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!
El ahogado mas hermoso del mundo, Gabriel García Márquez.
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Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:
?Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. ?Me llamo Ulises?, dijo. Le enseñó los billetes robados y agregó:
?Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.
?Tenías que ponerte en la fila ?le dijo.
?Esperé toda la noche ?dijo Ulises.
?Pues ahora tienes que esperarte hasta mañana ?dijo Eréndira?. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida.
?Van a hacer veinte años que llovió la última vez ?dijo?. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.
?Tate sosiego ?le dijo?. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
?Ven ?le dijo?, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
?Estaba loco por verte ?dijo de pronto?. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.
?Pero me voy a morir ?dijo Eréndira.
?Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar ?dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia y aplanchada.
?No conozco el mar ?dijo.
?Es como el desierto, pero con agua ?dijo Ulises.
?Entonces no se puede caminar.
?Mi papá conoció un hombre que sí podía ?dijo Ulises? pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir.
?Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto ?dijo.
?Me voy con mi papá por la madrugada ?dijo Ulises.
?¿Y no vuelven a pasar por aquí?
?Quién sabe cuándo ?dijo Ulises?. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida.
?Bueno ?decidió?, dame la plata.
Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.
?¿Es la primera vez? ?le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.
?Respira despacio ?le dijo?. Así es siempre al principio, y después ni te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.
?¿Cómo es que te llamas?
?Ulises.
?Es nombre de gringo ?dijo Eréndira.
?No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
?Pareces todo de oro ?dijo? pero hueles a flores.
?Debe ser a naranjas ?dijo Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad.
?Andamos con muchos pájaros para despistar ?agregó?, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.
?Las naranjas no son contrabando ?dijo Eréndira.
?Estas sí ?dijo Ulises?. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo.
?Lo que más me gusta de ti ?dijo? es la seriedad con que inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
La triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada, Gabriel García Márquez.
Eran recuerdos nobles, pero la víspera del 29 de agosto sentí el peso inmenso del siglo que me esperaba impasible cuando subí con pasos de hierro las escaleras de mi casa. Entonces volví a ver una vez más a Florina de Dios, mi madre, en mi cama que había sido la suya hasta su muerte, y me hizo la misma bendición de la última vez que la vi, dos horas antes de morir. Trastornado por la conmoción lo entendí como el anuncio final, y llamé a Rosa Cabarcas para que me llevara a mi niña aquella misma noche, en previsión de que no se cumpliera mi ilusión de sobrevivir hasta el último aliento de mis noventa años. Volví a llamarla a las ocho, y una vez más repitió que no era posible. Tiene que serlo, a cualquier precio, le grité aterrorizado. Colgó sin despedirse, pero quince minutos después volvió a llamar:
? Bueno, aquí la tienes.
Llegué a las diez y veinte de la noche, y le di a Rosa Cabarcas las últimas cartas de mi vida, con mis disposiciones sobre la niña después de mi final terrible. Ella pensó que me había impresionado con el acuchillado y me dijo con aires de burla: Si te vas a morir que no sea aquí, imagínate. Pero yo le dije: Di que me atropello el tren de Puerto Colombia, ese pobre cacharro de lástima incapaz de matar a nadie.
Preparado para todo aquella noche, me acosté bocarriba a la espera del dolor final en el primer instante de mis noventa y un años. Oí campanas distantes, sentí la fragancia del alma de Delgadina dormida de costado, oí un grito en el horizonte, sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba. Entonces apagué la luz con el último aliento, entrelacé mis dedos con los suyos para llevármela de la mano, y conté las doce campanadas de las doce con mis doce lágrimas finales, hasta que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber sobrevivido sano y salvo a mis noventa años.
Mis primeras palabras fueron para Rosa Cabarcas: Te compro la casa, toda, con la tienda y el huerto. Ella me dijo: Hagamos una apuesta de viejos: el que se muera primero se queda con todo lo del otro, firmado ante notario. No, porque si yo me muero, todo debería ser para ella. Es igual, dijo Rosa Cabarcas, yo me hago cargo de la niña y después le dejo todo, lo tuyo y lo mío; no tengo a nadie más en este mundo. Mientras tanto, remodelamos tu cuarto con buenos servicios, aire acondicionado, y tus libros y tu música.
? ¿Crees que ella estará de acuerdo?
? Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.
Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto. Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.
Memoria de mis putas tristes, Gabriel García Márquez.
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Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
-Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar por la vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
-¡Bendito sea Dios -suspiraron-: es nuestro!
El ahogado mas hermoso del mundo, Gabriel García Márquez.
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Por detrás de la cama de Eréndira, muy despacio, Ulises asomó la cabeza. Ella vio los ojos ansiosos y diáfanos, pero antes de decir nada se frotó la cara con la toalla para probarse que no era una ilusión. Cuando Ulises parpadeó por primera vez, Eréndira le preguntó en voz muy baja:
?Quién tú eres.
Ulises se mostró hasta los hombros. ?Me llamo Ulises?, dijo. Le enseñó los billetes robados y agregó:
?Traigo la plata.
Eréndira puso las manos sobre la cama, acercó su cara a la de Ulises, y siguió hablando con él como en un juego de escuela primaria.
?Tenías que ponerte en la fila ?le dijo.
?Esperé toda la noche ?dijo Ulises.
?Pues ahora tienes que esperarte hasta mañana ?dijo Eréndira?. Me siento como si me hubieran dado trancazos en los riñones.
En ese instante la abuela empezó a hablar dormida.
?Van a hacer veinte años que llovió la última vez ?dijo?. Fue una tormenta tan terrible que la lluvia vino revuelta con agua de mar, y la casa amaneció llena de pescados y caracoles, y tu abuelo Amadís, que en paz descanse, vio una mantarrasa luminosa navegando por el aire.
Ulises se volvió a esconder detrás de la cama. Eréndira hizo una sonrisa divertida.
?Tate sosiego ?le dijo?. Siempre se vuelve como loca cuando está dormida, pero no la despierta ni un temblor de tierra.
Ulises se asomó de nuevo. Eréndira lo contempló con una sonrisa traviesa y hasta un poco cariñosa, y quitó de la estera la sábana usada.
?Ven ?le dijo?, ayúdame a cambiar la sábana.
Entonces Ulises salió de detrás de la cama y cogió la sábana por un extremo. Como era una sábana mucho más grande que la estera se necesitaban varios tiempos para doblarla. Al final de cada doblez Ulises estaba más cerca de Eréndira.
?Estaba loco por verte ?dijo de pronto?. Todo el mundo dice que eres muy bella, y es verdad.
?Pero me voy a morir ?dijo Eréndira.
?Mi mamá dice que los que se mueren en el desierto no van al cielo sino al mar ?dijo Ulises.
Eréndira puso aparte la sábana sucia y cubrió la estera con otra limpia y aplanchada.
?No conozco el mar ?dijo.
?Es como el desierto, pero con agua ?dijo Ulises.
?Entonces no se puede caminar.
?Mi papá conoció un hombre que sí podía ?dijo Ulises? pero hace mucho tiempo.
Eréndira estaba encantada pero quería dormir.
?Si vienes mañana bien temprano te pones en el primer puesto ?dijo.
?Me voy con mi papá por la madrugada ?dijo Ulises.
?¿Y no vuelven a pasar por aquí?
?Quién sabe cuándo ?dijo Ulises?. Ahora pasamos por casualidad porque nos perdimos en el camino de la frontera.
Eréndira miró pensativa a la abuela dormida.
?Bueno ?decidió?, dame la plata.
Ulises se la dio. Eréndira se acostó en la cama, pero él se quedó trémulo en su sitio: en el instante decisivo su determinación había flaqueado. Eréndira le cogió de la mano para que se diera prisa, y sólo entonces advirtió su tribulación. Ella conocía ese miedo.
?¿Es la primera vez? ?le preguntó.
Ulises no contestó, pero hizo una sonrisa desolada. Eréndira se volvió distinta.
?Respira despacio ?le dijo?. Así es siempre al principio, y después ni te das cuenta.
Lo acostó a su lado, y mientras le quitaba la ropa lo fue apaciguando con recursos maternos.
?¿Cómo es que te llamas?
?Ulises.
?Es nombre de gringo ?dijo Eréndira.
?No, de navegante.
Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
?Pareces todo de oro ?dijo? pero hueles a flores.
?Debe ser a naranjas ?dijo Ulises.
Ya más tranquilo, hizo una sonrisa de complicidad.
?Andamos con muchos pájaros para despistar ?agregó?, pero lo que llevamos a la frontera es un contrabando de naranjas.
?Las naranjas no son contrabando ?dijo Eréndira.
?Estas sí ?dijo Ulises?. Cada una cuesta cincuenta mil pesos.
Eréndira se rió por primera vez en mucho tiempo.
?Lo que más me gusta de ti ?dijo? es la seriedad con que inventas los disparates.
Se había vuelto espontánea y locuaz, como si la inocencia de Ulises le hubiera cambiado no sólo el humor, sino también la índole. La abuela, a tan escasa distancia de la fatalidad, siguió hablando dormida.
La triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada, Gabriel García Márquez.
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"Camorra", de Roberto Saviano fue probablemente el libro que mas me gustó el año pasado. Esperaba una novela negra basada en hechos reales de la camorra napolitana pero me encontré un auténtico y descarnado documental. Toneladas de información y referencias sobre quien es quien, donde es qué y cómo funcionan las cosas en el imperio mundial del sistema llamado camorra. No busquéis una historia amable tipo "El padrino", lo escrito por Saviano es otra cosa llamada realidad...
El Puerto
El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo qué engancha el contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían corno si fueran cráneos de verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres. También algunos niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en lata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes, enterrados en los huertos de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor a decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viaje de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china. Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la voz de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de per-sonas surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos con un aspirador. Así era como funcionaban las cosas. Todavía no acababa de creérselo, esperaba que fuese una alucinación debido al exceso de horas extraordinarias. Juntó los dedos para taparse la cara por completo y prosiguió su relato gimoteando, pero yo ya no entendí lo que decía.
Todo lo que existe pasa por aquí. Por el puerto de Nápoles. No hay producto manufacturado, tela, artículo de plástico, juguete, martillo, zapato, destornillador, perno, videojuego, chaqueta, pantalón, taladro o reloj que no pase por el puerto. El puerto de Nápoles es una herida. Ancha. Punto final de los interminables viajes de las mercancías. Los barcos llegan, entran en el golfo y se acercan a la dársena como cachorros a las ubres, con la diferencia de que no tienen que succionar sino, por el contrario, ser ordeñados. El puerto de Nápoles es el agujero del mapamundi por donde sale lo que se produce en China, o Extremo Oriente, como todavía se divierten en llamarlo los cronistas. Extremo. Lejanísimo. Casi inimaginable. Si uno cierra los ojos ve kimonos, la barba de Marco Polo y una pierna levantada de Bruce Lee dando una patada. En realidad, ese Oriente está más unido al puerto de Nápoles que ningún otro lugar. Aquí, el Oriente no tiene nada de extremo. El cercanísimo Oriente, el vecino Oriente deberían llamarlo. Todo lo que se produce en China es vertido aquí. Como volcar un cubo lleno de agua en un hoyo hecho en la arena: el agua, al caer, erosiona todavía más el hoyo, lo ensancha, lo ahonda. El puerto de Nápoles mueve el 20 por ciento del valor de las importaciones textiles de China, pero más del 70 por ciento de su volumen pasa por aquí. Es una peculiaridad difícil de entender, pero las mercancías tienen una extraña magia, consiguen estar sin que estén, llegar aunque no lleguen nunca, ser caras para el cliente aun siendo de mala calidad, resultar de poco valor para el fisco aun siendo valiosas. Lo cierto es que en el textil hay mercancías de muchas categorías, y basta hacer una marca con el bolígrafo en el impreso correspondiente para bajar radicalmente los costes y el IVA. En el silencio del agujero negro del puerto, la estructura molecular de las cosas parece descomponerse para reagruparse después, una vez fuera del perímetro de la costa. La mercancía debe salir rápidamente del puerto. Todo sucede tan deprisa que mientras está aconteciendo desaparece. Como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un simple gesto. Un viaje inexistente, un atraque falso, un buque fantasma, una carga evanescente. Como si nunca hubiera existido. Una volatilización. La mercancía debe llegar a manos del comprador sin dejar rastro del recorrido, debe llegar a su almacén deprisa, inmediatamente, antes de que el tiempo pueda empezar a pasar, el tiempo que podría permitir un control. Toneladas de mercancía se mueven como si fueran un paquete contra reembolso entregado a domicilio por el cartero. En el puerto de Nápoles, en sus 1.336.000 metros cuadrados por 11,5 kilómetros, el tiempo presenta dilataciones únicas. Lo que fuera de allí se tardaría una hora en hacer, en el puerto de Nápoles parece suceder en poco más de un minuto. La lentitud proverbial que en el imaginario hace lentísimos todos y cada uno de los gestos de un napolitano queda aquí invalidada, desmentida, negada. La aduana activa su control en una dimensión temporal que las mercancías chinas rebasan. Despiadadamente veloces. Aquí cada minuto parece asesinado. Una escabechina de minutos, una matanza de segundos hurtados al papeleo, perseguidos por los aceleradores de los camiones, empujados por las grúas, acompañados por las carretillas elevadoras que arrancan las entrañas de los contenedores.
Camorra, Roberto Saviano
El Puerto
El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo qué engancha el contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían corno si fueran cráneos de verdad. Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres. También algunos niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en lata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes, enterrados en los huertos de los alrededores de las fábricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor a decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viaje de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china. Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la voz de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de per-sonas surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos con un aspirador. Así era como funcionaban las cosas. Todavía no acababa de creérselo, esperaba que fuese una alucinación debido al exceso de horas extraordinarias. Juntó los dedos para taparse la cara por completo y prosiguió su relato gimoteando, pero yo ya no entendí lo que decía.
Todo lo que existe pasa por aquí. Por el puerto de Nápoles. No hay producto manufacturado, tela, artículo de plástico, juguete, martillo, zapato, destornillador, perno, videojuego, chaqueta, pantalón, taladro o reloj que no pase por el puerto. El puerto de Nápoles es una herida. Ancha. Punto final de los interminables viajes de las mercancías. Los barcos llegan, entran en el golfo y se acercan a la dársena como cachorros a las ubres, con la diferencia de que no tienen que succionar sino, por el contrario, ser ordeñados. El puerto de Nápoles es el agujero del mapamundi por donde sale lo que se produce en China, o Extremo Oriente, como todavía se divierten en llamarlo los cronistas. Extremo. Lejanísimo. Casi inimaginable. Si uno cierra los ojos ve kimonos, la barba de Marco Polo y una pierna levantada de Bruce Lee dando una patada. En realidad, ese Oriente está más unido al puerto de Nápoles que ningún otro lugar. Aquí, el Oriente no tiene nada de extremo. El cercanísimo Oriente, el vecino Oriente deberían llamarlo. Todo lo que se produce en China es vertido aquí. Como volcar un cubo lleno de agua en un hoyo hecho en la arena: el agua, al caer, erosiona todavía más el hoyo, lo ensancha, lo ahonda. El puerto de Nápoles mueve el 20 por ciento del valor de las importaciones textiles de China, pero más del 70 por ciento de su volumen pasa por aquí. Es una peculiaridad difícil de entender, pero las mercancías tienen una extraña magia, consiguen estar sin que estén, llegar aunque no lleguen nunca, ser caras para el cliente aun siendo de mala calidad, resultar de poco valor para el fisco aun siendo valiosas. Lo cierto es que en el textil hay mercancías de muchas categorías, y basta hacer una marca con el bolígrafo en el impreso correspondiente para bajar radicalmente los costes y el IVA. En el silencio del agujero negro del puerto, la estructura molecular de las cosas parece descomponerse para reagruparse después, una vez fuera del perímetro de la costa. La mercancía debe salir rápidamente del puerto. Todo sucede tan deprisa que mientras está aconteciendo desaparece. Como si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un simple gesto. Un viaje inexistente, un atraque falso, un buque fantasma, una carga evanescente. Como si nunca hubiera existido. Una volatilización. La mercancía debe llegar a manos del comprador sin dejar rastro del recorrido, debe llegar a su almacén deprisa, inmediatamente, antes de que el tiempo pueda empezar a pasar, el tiempo que podría permitir un control. Toneladas de mercancía se mueven como si fueran un paquete contra reembolso entregado a domicilio por el cartero. En el puerto de Nápoles, en sus 1.336.000 metros cuadrados por 11,5 kilómetros, el tiempo presenta dilataciones únicas. Lo que fuera de allí se tardaría una hora en hacer, en el puerto de Nápoles parece suceder en poco más de un minuto. La lentitud proverbial que en el imaginario hace lentísimos todos y cada uno de los gestos de un napolitano queda aquí invalidada, desmentida, negada. La aduana activa su control en una dimensión temporal que las mercancías chinas rebasan. Despiadadamente veloces. Aquí cada minuto parece asesinado. Una escabechina de minutos, una matanza de segundos hurtados al papeleo, perseguidos por los aceleradores de los camiones, empujados por las grúas, acompañados por las carretillas elevadoras que arrancan las entrañas de los contenedores.
Camorra, Roberto Saviano
Comienzo de "Jazz" de Toni Morrison, primera afroamericana ganadora del Nobel de literatura:
Sssst? yo conozco a esa mujer. Vivía rodeada de pájaros en la avenida Lenox. También conozco a su marido. Se encaprichó de una chiquilla de 18 años y le dio uno de esos arrebatos que te calan hasta lo más hondo y que a él le metió dentro tanta pena y tanta felicidad que mató a la muchacha de un tiro solo para que aquel sentimiento no acabara nunca. Cunado la mujer, que se llama Violet, fue al entierro para ver a la chica y acuchillarle la cara sin vida, la derribaron al suelo y la expulsaron de la iglesia. Entonces echó a correr, en medio de toda aquella nieve, y en cuanto estuvo de vuelta en su apartamento sacó a los pájaros de las jaulas y les abrió las ventanas para que emprendiesen el vuelo o para que se helaran, incluido el loro, que decía: ?Te quiero?.
El viento barría de tal manera la nieve por donde Violet había corrido que en la acera no quedó la menor huella de sus pisadas, así que por algún tiempo nadie supo exactamente en qué punto de la avenida Lenox residía. Pero, al igual que yo, sí sabían quién era, quién tenía que ser, por que sabían que su marido, Joe Trace, era quien había matado a la chica. Nadie, en ningún momento, le acusó públicamente, por que en realidad nadie le había visto hacerlo, y la tía de la chica muerta no quiso malgastar dinero con abogados incompetentes o policías burlones, a sabiendas de que el despilfarro no mejoraría nada. Además, se enteró de que el hombre que había matado a su sobrina lloraba todo el día, y para él y Violet eso era tan malo como la cárcel.
Jazz, Toni Morrison.
Sssst? yo conozco a esa mujer. Vivía rodeada de pájaros en la avenida Lenox. También conozco a su marido. Se encaprichó de una chiquilla de 18 años y le dio uno de esos arrebatos que te calan hasta lo más hondo y que a él le metió dentro tanta pena y tanta felicidad que mató a la muchacha de un tiro solo para que aquel sentimiento no acabara nunca. Cunado la mujer, que se llama Violet, fue al entierro para ver a la chica y acuchillarle la cara sin vida, la derribaron al suelo y la expulsaron de la iglesia. Entonces echó a correr, en medio de toda aquella nieve, y en cuanto estuvo de vuelta en su apartamento sacó a los pájaros de las jaulas y les abrió las ventanas para que emprendiesen el vuelo o para que se helaran, incluido el loro, que decía: ?Te quiero?.
El viento barría de tal manera la nieve por donde Violet había corrido que en la acera no quedó la menor huella de sus pisadas, así que por algún tiempo nadie supo exactamente en qué punto de la avenida Lenox residía. Pero, al igual que yo, sí sabían quién era, quién tenía que ser, por que sabían que su marido, Joe Trace, era quien había matado a la chica. Nadie, en ningún momento, le acusó públicamente, por que en realidad nadie le había visto hacerlo, y la tía de la chica muerta no quiso malgastar dinero con abogados incompetentes o policías burlones, a sabiendas de que el despilfarro no mejoraría nada. Además, se enteró de que el hombre que había matado a su sobrina lloraba todo el día, y para él y Violet eso era tan malo como la cárcel.
Jazz, Toni Morrison.
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