Mensajepor krisEvil » Sab May 07, 2005 10:48 pm
Virginia Woolf- la señora Daloway
La señora Dalloway decidió que ella misma comprarÃa las flores.
SÃ, ya que Lucy tendrÃa trabajo más que suficiente. HabÃa que desmontar las puertas; acudirÃan los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa. ¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oÃr, abrÃa de par en par el balcón, en Bourton, y salÃa al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana. . .! como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores mirando los árboles con el humo que sinuoso surgÃa de ellos, y las cornejas alzándose y descendiendo; y lo contempló, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: "¿Meditando entre vegetales?"?¿fue eso??, "Prefiero los hombres a las coliflores"?¿fue eso? Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una mañana en que ella habÃa salido a la terraza. Peter Walsh. RegresarÃa de la India cualquiera de estos dÃas, en junio o julio, Clarissa Dalloway lo habÃa olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas: lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, sus malos humores, y, cuando millones de cosas se habÃan desvanecido totalmente ?¡qué extraño era!?, unas cuantas frases como ésta referente a las verduras. Se detuvo un poco en la acera, para dejar pasar el camión de Durtnall. Mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (quien la conocÃa como se conoce a la gente que vive en la casa contigua en Westminster); algo de pájaro tenÃa, algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a pesar de que habÃa ya cumplido los cincuenta, y de que se habÃa quedado muy blanca a raÃz de su enfermedad. Y allà estaba, como posada en una rama, sin ver a Scrope Purvis, esperando el momento de cruzar, muy erguida. Después de haber vivido en Westminster?¿cuántos años llevaba ahora allÃ?, más de veinte?, una siente, incluso en medio del tránsito, o al despertar en la noche, y de ello estaba Clarissa muy cierta, un especial silencio o una solemnidad, una indescriptible pausa, una suspensión (aunque esto quizá fuera debido a su corazón, afectado, según decÃan; por la gripe), antes de las campanadas del Big Ben. ¡Ahora! Ahora sonaba solemne. Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Los cÃrculos de plomo se disolvieron en el aire. Mientras cruzaba Victoria Street, pensó qué tontos somos. SÃ, porque sólo Dios sabe por qué la amamos tanto, por que la vemos asÃ, creándose, construyéndose alrededor de una, revolviéndose, renaciendo de nuevo en cada instante; pero las más horrendas arpÃas, las más miserables mujeres sentadas ante los portales (bebiendo su caÃda) hacen lo mismo; y tenÃa la absoluta certeza de que las leyes dictadas por el Parlamento de nada servÃan ante aquellas mujeres, debido a la misma razón: amaban la vida. En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterÃo y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres-anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los organillos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio.