Qué grande, dios, qué grande...*kris* escribió:
Ensayo sobre la ceguera- Saramago
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero asà llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenÃan los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. HabÃan terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habÃan arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una averÃa en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no serÃa la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, asà es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Principios de libros
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"CIEN AÑOS DE SOLEDAD" Gabriel García Marquez
Muchos años después,frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...
Muchos años después,frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas,blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo...
Déjame que te cuente... (Jorge Bucay)
-No puedo -le dije-. ¡No puedo!
-Seguro?-me preguntó él
-Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle que lo siento... pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles sillones azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente me dijo:
-Déjame que te cuente...
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal prefeido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de su peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse dcon facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elegante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: "si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?".
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente [...] Hace algunos años descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó poner a prueba su fuerza...
-Así es, Demián. Rodos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos pensando que "no podemos" hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, lo intentamos y no lo conseguimos.
....
-No puedo -le dije-. ¡No puedo!
-Seguro?-me preguntó él
-Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle que lo siento... pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo buda en aquellos horribles sillones azules de su consultorio. Sonrió, me miró a los ojos y, bajando la voz como hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente me dijo:
-Déjame que te cuente...
Cuando yo era pequeño me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me llamaba especialmente la atención el elefante que, como más tarde supe, era también el animal prefeido por otros niños. Durante la función, la enorme bestia hacía gala de su peso, un tamaño y una fuerza descomunales... Pero después de su actuación y hasta poco antes de volver al escenario, el elefante siempre permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo con una cadena que aprisionaba una de sus patas. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse dcon facilidad de la estaca y huir.
El misterio sigue pareciéndome evidente. ¿Qué lo sujeta entonces? ¿por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Pregunté entonces a un maestro, un padre o un tío por el misterio del elegante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: "si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?".
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente [...] Hace algunos años descubrí que, por suerte para mí, alguien había sido lo suficientemente sabio como para encontrar la respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos e imaginé al indefenso elefante recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió porque aquella estaca era demasiado dura para él. Imaginé que se dormía agotado y que al día siguiente lo volvía a intentar, y al otro día y al otro... Hasta que, un día, un día terrible para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Ese elefante enorme y poderoso que vemos en el circo no escapa porque, pobre, cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese recuerdo.
Jamás, jamás intentó poner a prueba su fuerza...
-Así es, Demián. Rodos somos un poco como el elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad.
Vivimos pensando que "no podemos" hacer montones de cosas, simplemente porque una vez, hace tiempo, lo intentamos y no lo conseguimos.
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SONABA el teléfono y he oÃdo el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: "Amador". Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecÃa poder ser entendida. He mirado otra vez: "Claro, cancerosa". Pero, tras las mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. "También se funden estas bombillas, Amador." No; es que ha pisado el cable. "¡Enchufa!" Está hablando por teléfono. "¡Amador!" Tan gordo, tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. "No hay más." "Ya no hay más." ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mÃ, que lo vio todo y que libró al pueblo Ãbero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica - comprende - la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá otra vez nunca aspirar al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la penÃnsula seca, espera que fructifiquen los cerebros y los rÃos? Las mitosis anormales, coaguladas en su cristalito, inmóviles - ellas que son el sumo movimiento -. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono, sonriendo, mirándome a mÃ, diciendo: "¡Se acabó!". Pero con sonrisa de merienda, con sonrisa gruesa. "Qué belfos, Amador."...
Luis MartÃn Santos - Tiempo de silencio
Que bueno el último
Luis MartÃn Santos - Tiempo de silencio
Que bueno el último
Última edición por Ochobre'l 34 el Jue Abr 21, 2005 7:30 pm, editado 1 vez en total.
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En aquel verano comenzó mi caída al infierno. Si a los dieciocho hubiera aceptado la propuesta que me hicieron de ir a estudiar a Argentina todo habría sido muy distinto. Sin embargo, se me ocurrió oponerme a la idea. Me daban miedo los argeñoles. Acabé estudiando aquí y no me moví en años. Me aterraba. Tal vez ahora sería un banquero huido y viviría en alguna isla perdida del Caribe. No es que me haya ido mal pero me negué a enfrentar lo desconocido. Preferí parapetarme tras una maraña de prejuicios y de cobardía. Me vi sin aspiraciones, sin esperanzas, sin Dios, sin fe, y sin perro que me ladrara. De todo esto lo que realmente me jodía era no tener perro porque de lo demás ya se encargaron los políticos y el cabrón del Papa de quitárnoslos.
Finalmente, pasados los años, me di cuenta de que aún no nos cobraban por soñar. Me decidí a reinventarme. Fue entonces cuando llegué a la ciudad gris del país gris. Nada más poner pie en aquellas tierras, miraba constantemente de un lugar a otro como si fuera un adolescente. Estaba nervioso. Las andanzas del Periquillo aparecían insistentemente por la imaginación. Y la lluvia golpeaba mi cara. La ciudad dormía. La vigilia aún se encontraba lejana. Frases sueltas, breves, lejanas para recordar aquella soledad acompañada de excesos.
Creía estar buscando el color del trigo. Era un ingenuo. Pensaba que esa ciudad de nubarrones perpetuos me traería una nueva vida... tal vez una reconciliación conmigo mismo o con los demás. Ahora lo veo claro, después de haber aterrizado de aquel despropósito. No tengo nostalgia. Ni fe. Ni siquiera la fe del carbonero me ayudaría a creer. Tampoco confianza. Sé que no resulta muy lírico, pero es mi vida, mi vida loca, mi puta vida.
La caja de galletas
Finalmente, pasados los años, me di cuenta de que aún no nos cobraban por soñar. Me decidí a reinventarme. Fue entonces cuando llegué a la ciudad gris del país gris. Nada más poner pie en aquellas tierras, miraba constantemente de un lugar a otro como si fuera un adolescente. Estaba nervioso. Las andanzas del Periquillo aparecían insistentemente por la imaginación. Y la lluvia golpeaba mi cara. La ciudad dormía. La vigilia aún se encontraba lejana. Frases sueltas, breves, lejanas para recordar aquella soledad acompañada de excesos.
Creía estar buscando el color del trigo. Era un ingenuo. Pensaba que esa ciudad de nubarrones perpetuos me traería una nueva vida... tal vez una reconciliación conmigo mismo o con los demás. Ahora lo veo claro, después de haber aterrizado de aquel despropósito. No tengo nostalgia. Ni fe. Ni siquiera la fe del carbonero me ayudaría a creer. Tampoco confianza. Sé que no resulta muy lírico, pero es mi vida, mi vida loca, mi puta vida.
La caja de galletas
1984 - George Orwell
Parte primera
I
Era un dÃa luminoso y frÃo de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestÃsimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestÃbulo olÃa a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de dÃa. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenÃa que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de várices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decÃan las palabras al pie.
Que raro que no haya salido hasta ahora.
Parte primera
I
Era un dÃa luminoso y frÃo de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestÃsimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestÃbulo olÃa a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de dÃa. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenÃa que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de várices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decÃan las palabras al pie.
Que raro que no haya salido hasta ahora.
"Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevo por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados..."
"LA SOMBRA DEL VIENTO" Carlos Ruiz Zafón
"En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera medía veintidós metros con once centímetros.
El maestro de obra me explico sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y que era venerada por los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro"
"DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS" Gabriel García Márquez
"LA SOMBRA DEL VIENTO" Carlos Ruiz Zafón
"En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera medía veintidós metros con once centímetros.
El maestro de obra me explico sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y que era venerada por los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro"
"DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS" Gabriel García Márquez
Patrick Süskind_EL PERFUME
"En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, imnoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patio interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías caústicas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban dientes infectados, los alientos olían a ebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumore malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial del artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bactarias y por consiguiente, no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor."
"En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, imnoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patio interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías caústicas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban dientes infectados, los alientos olían a ebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumore malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo; el oficial del artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bactarias y por consiguiente, no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor."
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El principio, para que hagas bocaLeona escribió:Apostando por Stevenson, no leà El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde aún, por muy recomendado que lo tenga. Pronto.

Historia de la puerta
Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frÃo, parco
y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico,
y, sin embargo, despertaba afecto. En las reuniones de amigos y cuando el vino era de su agrado, sus ojos
irradiaban un algo eminentemente humano que no llegaba a reflejarse en sus palabras pero que hablaba,
no sólo a través de los sÃmbolos mudos de la expresión de su rostro en la sobremesa, sino también, más
alto y con mayor frecuencia, a través de sus acciones de cada dÃa. Consigo mismo era austero. Cuando
estaba solo bebÃa ginebra para castigar su gusto por los buenos vinos, y, aunque le gustaba el teatro, no
habÃa traspuesto en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie. Pero reservaba en cambio
para el prójimo una enorme tolerancia, meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requerÃa
la comisión de las malas acciones, y, llegado el caso, se inclinaba siempre a ayudar en lugar de censurar.
-No critico la herejÃa de CaÃn -solÃa decir con agudeza-. Yo siempre dejo que el prójimo se destruya del
modo que mejor le parezca.
Dado su carácter, constituÃa generalmente su destino ser la última amistad honorable, la buena
influencia postrera en las vidas de los que avanzaban hacia su perdición y, mientras continuaran
frecuentando su trato, su actitud jamás variaba un ápice con respecto a los que se hallaban en dicha
situación.
Rayuela - Julio Cortázar
Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad que tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir el tornillo o el auto de juguete. Así es cómo París nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal, alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de la Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo, nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no, o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.
RICHARD BACH_ "JUAN SALVADOR GAVIOTA"
Amanecía y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilometro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de pitanza. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, estaba practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil torsión requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración , contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... solo... centímetro... más... Encrenpáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoria de las gaviotas no se molestan en aprender sino las normas de vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida. Para la mayoria de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. MÁS QUE NADA EN EL MUNDO, JUAN SALVADOR GAVIOTA AMABA VOLAR.
Amanecía y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilometro de la costa cuando, de pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de pitanza. Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, estaba practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil torsión requerida para lograr un vuelo pausado. Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó los ojos en feroz concentración , contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... solo... centímetro... más... Encrenpáronse sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoria de las gaviotas no se molestan en aprender sino las normas de vuelo más elementales: cómo ir y volver entre playa y comida. Para la mayoria de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. MÁS QUE NADA EN EL MUNDO, JUAN SALVADOR GAVIOTA AMABA VOLAR.
MICHAEL ENDE_ "EL ESPEJO EN EL ESPEJO"
Perdóname, no puedo hablas más alto.
No sé cuándo me oirás, tú, a quien me dirijo.
Mi nombre es Hor.
Te ruego que no acerques tu oído a mi boca, por lejos que estés de mí, ahora o siempre. De otro modo no puedo hacerme entender por ti. Y aunque te avengas a satisfacer mi ruego quedarán bastantes secretos que tendrás que desvelar por tu cuenta. Necesito tu voz donde la mía falla.
Esta debilidad se explica quizás por la manera de vivir de Hor. Habita, hasta donde puede recordar, un edificio gigantesco, completamente vacío, en el que cada palabra pronunciada en voz alta produce un eco interminable.
Perdóname, no puedo hablas más alto.
No sé cuándo me oirás, tú, a quien me dirijo.
Mi nombre es Hor.
Te ruego que no acerques tu oído a mi boca, por lejos que estés de mí, ahora o siempre. De otro modo no puedo hacerme entender por ti. Y aunque te avengas a satisfacer mi ruego quedarán bastantes secretos que tendrás que desvelar por tu cuenta. Necesito tu voz donde la mía falla.
Esta debilidad se explica quizás por la manera de vivir de Hor. Habita, hasta donde puede recordar, un edificio gigantesco, completamente vacío, en el que cada palabra pronunciada en voz alta produce un eco interminable.
MICHAEL ENDE_ "EL ESPEJO EN EL ESPEJO"
Perdóname, no puedo hablas más alto.
No sé cuándo me oirás, tú, a quien me dirijo.
Mi nombre es Hor.
Te ruego que no acerques tu oído a mi boca, por lejos que estés de mí, ahora o siempre. De otro modo no puedo hacerme entender por ti. Y aunque te avengas a satisfacer mi ruego quedarán bastantes secretos que tendrás que desvelar por tu cuenta. Necesito tu voz donde la mía falla.
Esta debilidad se explica quizás por la manera de vivir de Hor. Habita, hasta donde puede recordar, un edificio gigantesco, completamente vacío, en el que cada palabra pronunciada en voz alta produce un eco interminable.
Perdóname, no puedo hablas más alto.
No sé cuándo me oirás, tú, a quien me dirijo.
Mi nombre es Hor.
Te ruego que no acerques tu oído a mi boca, por lejos que estés de mí, ahora o siempre. De otro modo no puedo hacerme entender por ti. Y aunque te avengas a satisfacer mi ruego quedarán bastantes secretos que tendrás que desvelar por tu cuenta. Necesito tu voz donde la mía falla.
Esta debilidad se explica quizás por la manera de vivir de Hor. Habita, hasta donde puede recordar, un edificio gigantesco, completamente vacío, en el que cada palabra pronunciada en voz alta produce un eco interminable.
Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada caligrafía.Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantesy más tarde cuando se quedó muda,escribía también las trivalidades,sin sospechar que,cincuenta años después,sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para sobrevivir a mi propio espanto.El día que llegó Barrabás era Jueves Santo.Venía en una jaula indigna,cubierto de sus propios excrementos y orines,con una mirada extraviada de perro miserablee indefenso.........
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