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Al contrario de lo que sucede con las canciones de Nirvana, las de Foo Fighters provocan ganas de vivir (y sí, ya hemos nombrado a la icónica banda de Seattle, en la primera línea). Ganas de vivir gracias a nuestro colega Dave, ese tipo que tanto nos mola, que a todos nos une en una misma y energética dirección y que sería nuestro vecino compañero de juergas ideal. Imaginen abrir la puerta y encontrarse al otro lado a este payo con su amplia sonrisa, su vieja camiseta, despeinado y levantando un par de paquetes de cervezas, uno en cada mano. Los grillos suenan atronadores, el calor es sofocante al otro lado de la puerta ¿Puedo pasar, tronco? Oh dios Dave, otra vez no, siempre terminamos metiéndonos en problemas. No, esta vez no, te aseguro que no. Trece horas después seguís jugando al Pro Evolution Soccer de turno, ya hay incluso dinero de por medio y todo tipo de bolsas de aperitivos por el suelo. Algún reality de dudosos valores morales en la MTV. ¿Te acuerdas de cómo molaba la MTV al principio del os noventa, tío? Auuuuh oh sí, aquellos años. Lo malo es que es miércoles en la noche y el resto del bloque no se lo está pasando tan bien con los aullidos procedentes del 5º1. Ah, pero es que está Dave aquí, ¡qué sabréis vosotros, malditos loosers!
¿Por qué está de nuevo Dave en la ciudad, más de una década después? Pues para presentar su séptimo disco de estudio al frente de sus Peleones Foo, el cual lleva por título 'Wasting Light' y que es, sin duda, lo mejor que han parido desde 'The Colour and the Shape'. Y eso es mucho porque eso fue en 1997. Hay esta noche entre el público chavales con menos de catorce años para quienes Nirvana no significa nada pero para quienes los Foo representan todo un amplio abanico de ideales, todos ellos rockeros y vitalistas, de infranqueable autenticidad. Son una panda de la que te puedes fiar, que contra cualquier adversidad siempre tendrá preparada una avalancha de guitarras y un montón de videos la mar de cachondos, que te da exactamente lo que necesitas, cuando más lo necesitas. Como 'Walk', su más último y reciente sencillo, una canción capaz de inyectar esperanza al más acabado de los mortales, una melodía pop revestida de una infalible musculosidad rock... Oh vaya, ya ha quedado desvelado el secreto de la banda, cachis.
Una banda que a pesar de cierta irregularidad en sus álbumes (a partir del tercero sobre todo), nunca, nunca, y nunca significa jamás, ha dejado de facturar en cada entrega al menos un par de jitazos incontestables. Con el paso de los años eso hace de sus conciertos una sucesión de certeros puñetazos directos a tu línea de flotación. En realidad son manotazos de amigo, como esas peleas de broma en las que si acaso se escapa alguna hostia un poco más fuerte de lo esperado, pero que siempre acaban con todo dios tirado por el suelo partiéndose el culo. Partiéndose el culo pero sudando a mares, vacíos después de una batalla que por momentos parece más real de lo que es. Una batalla con los contendientes escogidos, no cualquiera puede participar. En este caso han sido 15.000 los que durante casi tres horas han intercambiado mamporros mientras progresivamente perdían capacidad auditiva. Con las fuerzas diezmadas al final sólo quedan los abrazos propios del ultrafondista que cruza la meta. Exhaustos pero felices.
No en vano, entre Bridge Burning y Everlong hubo nada menos que 165 minutos de fiereza absoluta con picos como The Pretender, My Hero, Learn to Fly, White Limo, Breakout, Long Road To Ruin, Monkey Wrench, Best of You, All My Life o la iniciática This is a Call. Lo dicho, un temazo detrás de otro, con tiempo incluso de acercarse al rollito cabaretero en Skins & Bones (más de uno bostezó y algún otro silbó cuando apareció el acordeón) o el alt-country de Wheels. Con el personal pidiendo la hora Dave prometió que tocarían en Madrid todos los viernes, o algún viernes, o al menos un sábado. Todos nos merecemos al menos un sábado. Porque los miércoles no se hicieron para este tipo de excesos. ¿O si? Memorable noche de arrase absoluto, toda una lección de actitud.
Porque lo que en Madrid se vivió la noche del 6 de julio fue una fiesta entre colegas liderada por un tipo grande, más grande de lo que nadie podía intuir cuando sólo era el batería de Nirvana con cara de bobo. Ahora ya hay quien dice que Dave Groooohl nunca debería ser recordado por su trabajo junto a Kurt. Es posible, porque los Foo ya se han convertido en una banda paradigmática del rock del siglo XXI. Gracias a sus canciones, sin artificios, capaces de llenar un pabellón sin pantallas gigantes y sin un juego de luces demasiado pintón (un poquito escaso, de hecho, por poner algún pero). Juegan la baza de que cualquier podría formar parte de su banda, de que estamos todos al mismo nivel, de que no hay más estrellas que todos nosotros unidos. Pero claro, todo ello encauzado por el carisma de rock star de toda la vida que atesora nuestro querido y excesivo frontman.
Foo Fighters anoche en Madrid. Guau!!
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