Relatos Breves.
"Desde las montañas del Sureste Mexicano".
'Porque', dice Durito que, 'donde faltan las razones abundan las estatuas. Cuando el Poder no es todavía Poder sino está en lucha por serlo, sus dogmas se hacen declaraciones de principios, programas, planes de acción, en suma, son estatuas en proyección. Cuando el Poder se hace de la silla del Poder, sus dogmas se hacen leyes, constituciones, reglamentos, en suma, son estatuas de papel que luego son estatuas de piedra'.
'Al Poder no le importa el consenso, el acuerdo, la palabra que nace a uno y a otro. Le interesa la dominación. El acuerdo legitima, el Poder legaliza. En el Poder, la carencia de legitimidad se soluciona con dogmas, es decir, con estatuas'.
Dice Durito que una estatua es una VERDAD (así, con mayúsculas) que esconde debajo de la piedra su incapacidad para demostrar nada y la arbitrariedad de su existencia. Porque, según Durito, así como la 'verdad' es la afirmación propia y la marginación de lo otro, de lo incomprensible; una estatua es la afirmación propia del dominador y la marginación del dominado.
'Pero resulta que la historia rueda, a los tumbos, pero rueda', dice Durito, 'y el vencedor del hoy de la estatua ni siquiera es recordado en el mañana que somos, por más que los letreros nos digan, inútilmente, que 'ésta es la estatua del Marqués de la Verdad Eterna, etcétera'. El mundo 'inteligente' del Poder aparenta complejidad pero es bastante sencillo, está compuesto de dogmas y estatuas. Y la genealogía del Poder se basa sólo en la discusión intelectual de qué fue primero, el dogma o la estatua'.
'Hay quienes hacen de nuestras palabras una estatua (o un dogma, pero es lo mismo). Unos hacen piedra nuestro pensamiento, para luego derribarlo delante de muchos reflectores, en mesas redondas, revistas, columnas periodísticas, discusiones de café. Otros convierten en dogma nuestra idea, le ponen incienso y luego la cambian por otro dogma, más de moda, más a la medida, más ad hoc'.
Dice Durito que unos y otros ignoran que el zapatismo no es ni dogma ni estatua, el zapatismo, como la rebeldía, es apenas uno entre miles de pájaros que vuelan.
'Como cualquier ave, el zapatismo nace, crece, canta, se reproduce con otro y en otro, muere y, como es ley que hagan los pájaros, se caga en las estatuas', dice Durito mientras vuela y trata de adoptar, inútilmente, un 'aire entre tierno y duro, como un gorrión'.
Subcomandante Insurgente Marcos.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
'Porque', dice Durito que, 'donde faltan las razones abundan las estatuas. Cuando el Poder no es todavía Poder sino está en lucha por serlo, sus dogmas se hacen declaraciones de principios, programas, planes de acción, en suma, son estatuas en proyección. Cuando el Poder se hace de la silla del Poder, sus dogmas se hacen leyes, constituciones, reglamentos, en suma, son estatuas de papel que luego son estatuas de piedra'.
'Al Poder no le importa el consenso, el acuerdo, la palabra que nace a uno y a otro. Le interesa la dominación. El acuerdo legitima, el Poder legaliza. En el Poder, la carencia de legitimidad se soluciona con dogmas, es decir, con estatuas'.
Dice Durito que una estatua es una VERDAD (así, con mayúsculas) que esconde debajo de la piedra su incapacidad para demostrar nada y la arbitrariedad de su existencia. Porque, según Durito, así como la 'verdad' es la afirmación propia y la marginación de lo otro, de lo incomprensible; una estatua es la afirmación propia del dominador y la marginación del dominado.
'Pero resulta que la historia rueda, a los tumbos, pero rueda', dice Durito, 'y el vencedor del hoy de la estatua ni siquiera es recordado en el mañana que somos, por más que los letreros nos digan, inútilmente, que 'ésta es la estatua del Marqués de la Verdad Eterna, etcétera'. El mundo 'inteligente' del Poder aparenta complejidad pero es bastante sencillo, está compuesto de dogmas y estatuas. Y la genealogía del Poder se basa sólo en la discusión intelectual de qué fue primero, el dogma o la estatua'.
'Hay quienes hacen de nuestras palabras una estatua (o un dogma, pero es lo mismo). Unos hacen piedra nuestro pensamiento, para luego derribarlo delante de muchos reflectores, en mesas redondas, revistas, columnas periodísticas, discusiones de café. Otros convierten en dogma nuestra idea, le ponen incienso y luego la cambian por otro dogma, más de moda, más a la medida, más ad hoc'.
Dice Durito que unos y otros ignoran que el zapatismo no es ni dogma ni estatua, el zapatismo, como la rebeldía, es apenas uno entre miles de pájaros que vuelan.
'Como cualquier ave, el zapatismo nace, crece, canta, se reproduce con otro y en otro, muere y, como es ley que hagan los pájaros, se caga en las estatuas', dice Durito mientras vuela y trata de adoptar, inútilmente, un 'aire entre tierno y duro, como un gorrión'.
Subcomandante Insurgente Marcos.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
"De corpore insepulto".
1.
En las horas de niebla,
los transeúntes dudan sobre el brillante asfalto,
tienen los automóviles la pintura empañada;
la humedad se resume en las ventanas amarillas
de las primeras oficinas. Los lugares públicos
no han despertado todavía. Está la calle
limpia: la lluvia la lavó durante
una madrugada insomne de golpear
en las persianas y chorrear sobre los patios interiores.
Hoy no se apagarán las luces por la huelga.
2.
Ese que veis cruzar,
detenerse, y cruzar, es mi asesino. Me persigue desde
hace tantos siglos, a lo largo
de tantas vidas me persigue
que el ruido de sus pasos y el de mi corazón
parecen soportar un solo cuerpo,
una sola agonía, una canción
de infancia, una canción
parecida a las lágrimas de un día.
3.
En esta hora de humillación parece
el aire un animal enfermo. Tal
es la enfermedad , tal es el peso
de cuanto en él se mueve, que una hoja
desprendida de un árbol quebraría
la piel del pavimento. Mas no hay árboles.
No hay árboles, ni tierra, ni otro abismo
que la implacable y criminal persecución
dibujada en el laberinto de mi vida
por el sonido negro de sus botas.
4.
El otro día, frente a un escaparate,
escuché el ritmo de sus pasos.
Sonaban
como los clavos sobre el ataúd,
como los pasos inciertos del recuerdo
por el estrecho corredor de la memoria.
Me aparté un poco y, sin mirarme,
se puso junto a mí. Cantaba
una canción antigua.
5.
El espejo parecía excederse
en sus funciones; no sólo repetía
mi rostro, sino que reflejaba también
el zumbido de la máquina eléctrica
de afeitar y algunos ruidos laterales
que estaban fuera de su jurisdicción
o competencia. Por eso supe
que venía a por mí aún antes
de oír el roce de la llave sobre la embocadura
o de escuchar su voz en la cocina.
6.
La casa no es muy grande, sin embargo
mi asesino se ha podido instalar en un rincón
junto a la caja donde
transporta sus herramientas criminales.
Cenamos juntos cuando vuelve yo
de la jornada infame de trabajo.
Después me acuesta con un beso en la frente
y me cierra los párpados.
Yo inmovilizo los pulmones para
no respirar su aliento,
un aliento mortal que ha de matarme
un día.
7.
De corpore insepulto, con el rostro
lleno de barba de tres días, sucio
como un viudo reciente, la novela
perdida entre las sábanas, yo mismo,
de corpore insepulto, recibí
por la tarde al que me mata. Venía
con el cuerpo presente, fatigado
de ganarse mi pan. Desde la puerta,
ojeando el periódico, me dijo:
"Hoy debería asesinarte un poco".
8.
Pon algo de los Beatles, que me voy a morir,
murmuró mi asesino esta mañana.
Se había despertado
sudando y en sus ojos
naufragaban los restos de la noche terrible.
Yo no creí que se muriera,
más bien,
que hubiera recaído en la bronquitis,
pero estaba tan solo
que no podía levantar
ni dos palmos de vida, entonces dijo
pon algo de los Beatles, que me voy a morir.
Afortunadamente,
suelo tener en la cocina un frasco de jarabe
que facilita la expectoración
y despeja los bronquios
y hace vivir al asesino
la dulce sensación de la convalecencia,
cuando lo cierto es
que apenas ha empezado con esta inoportuna
bronquitis,
porque tiene una tos seca y difícil
y me mira como perro sin amo a través del espejo.
Después que ha visto que no se iba a morir
ha encendido un cigarro. De todos modos,
hemos estado toda la mañana escuchando a los Beatles.
9.
Ayer era domingo. Todo el día
sucedían desastres en la sala.
Las firmes decisiones deslavado,
lejanas ya, aunque vivas como pretérito imperfecto,
desplomábanse sobre los sanatorios
del corazón.
Entonces era tarde y aparecía el otro
por la puerta. El niño que venía con él
me miró como un hijo.
10.
Esa mujer que digo, confundió mi vida.
Yo malogré su historia (Me refiero
a los tiempos difíciles y hermosos de nuestra juventud,
los días en los que mi asesino
no era sino un recurso literario)
Jugamos a ser dioses. Levantamos
tal laberinto con la mezcla
de intereses secretos que
Simón y Garfunkel se escuchaban
días enteros en nuestros corazones.
Ese niño que va con mi asesino
es nuestro hijo.
11.
En el ambulatorio -extraño nombre- de la Seguridad Social
me han dicho que la tos y esas punzadas
en la zona del pecho cercana a la congoja
son en mi caso las expresiones gráficas
de un mal del alma: "no fue usted, no beba,
y procure animarse, son dos días".
Mientras el hijoputa hablaba, ni asesino reía.
la enfermera de melena amarilla
extendía recetas sin mirarme.
12.
Qué descanso morir. Pero qué agobio
regresar a la nada
después de haber tenido tanto amor,
tanta desdicha, pues, aunque también
tan gran indiferencia por las cosas.
13.
Desde dónde llegabas hasta mi soledad
aún no lo sé.
Digo llegabas, pero quiero decir caías,
arribabas, naufragabas también.
Y digo soledad, pero quiero decir locura,
confusión, desconcierto. Quiero decir
que desde dónde tú llegabas no lo sé
, pero que ignoro a qué lugar venías, quizá excepto
que ese lugar llamábase Juanjo Millás.
14.
Tú no eres nadie.
Pareces
una conciencia:
la suma
de representaciones pasadas o actuales
que quizá te permitan obtener con esfuerzo
alguna imagen de ti misma. Ignoro con qué objeto.
Pero no, no eres nadie, ni siquiera
un desastre glorioso, una desolación,
o una inocente víctima.
Entiéndelo, mi amor, y olvida.
Olvida para siempre los disfraces,
el de conciencia o el de viuda. Yo te escribo
porque tampoco tengo muchos rasgos
y aunque me gustaría ser Juanjo Millás,
sé que soy como tú. Recorro los pasillos
de las casas igual que tú. Vigilo los teléfonos
con la misma intensidad sospechosa con la que tú los miras.
Tampoco quiero a nadie, aunque estos días
de finales de marzo
puedo fingir cierta pasión y disfrazarme, como tú, de amante
y hablar, igual que tú, de mi conciencia.
Pero en realidad soy como tú; es decir
nadie, nadie, nadie.
Quien diga lo contrario, no me quiere.
Juan José Millás.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
1.
En las horas de niebla,
los transeúntes dudan sobre el brillante asfalto,
tienen los automóviles la pintura empañada;
la humedad se resume en las ventanas amarillas
de las primeras oficinas. Los lugares públicos
no han despertado todavía. Está la calle
limpia: la lluvia la lavó durante
una madrugada insomne de golpear
en las persianas y chorrear sobre los patios interiores.
Hoy no se apagarán las luces por la huelga.
2.
Ese que veis cruzar,
detenerse, y cruzar, es mi asesino. Me persigue desde
hace tantos siglos, a lo largo
de tantas vidas me persigue
que el ruido de sus pasos y el de mi corazón
parecen soportar un solo cuerpo,
una sola agonía, una canción
de infancia, una canción
parecida a las lágrimas de un día.
3.
En esta hora de humillación parece
el aire un animal enfermo. Tal
es la enfermedad , tal es el peso
de cuanto en él se mueve, que una hoja
desprendida de un árbol quebraría
la piel del pavimento. Mas no hay árboles.
No hay árboles, ni tierra, ni otro abismo
que la implacable y criminal persecución
dibujada en el laberinto de mi vida
por el sonido negro de sus botas.
4.
El otro día, frente a un escaparate,
escuché el ritmo de sus pasos.
Sonaban
como los clavos sobre el ataúd,
como los pasos inciertos del recuerdo
por el estrecho corredor de la memoria.
Me aparté un poco y, sin mirarme,
se puso junto a mí. Cantaba
una canción antigua.
5.
El espejo parecía excederse
en sus funciones; no sólo repetía
mi rostro, sino que reflejaba también
el zumbido de la máquina eléctrica
de afeitar y algunos ruidos laterales
que estaban fuera de su jurisdicción
o competencia. Por eso supe
que venía a por mí aún antes
de oír el roce de la llave sobre la embocadura
o de escuchar su voz en la cocina.
6.
La casa no es muy grande, sin embargo
mi asesino se ha podido instalar en un rincón
junto a la caja donde
transporta sus herramientas criminales.
Cenamos juntos cuando vuelve yo
de la jornada infame de trabajo.
Después me acuesta con un beso en la frente
y me cierra los párpados.
Yo inmovilizo los pulmones para
no respirar su aliento,
un aliento mortal que ha de matarme
un día.
7.
De corpore insepulto, con el rostro
lleno de barba de tres días, sucio
como un viudo reciente, la novela
perdida entre las sábanas, yo mismo,
de corpore insepulto, recibí
por la tarde al que me mata. Venía
con el cuerpo presente, fatigado
de ganarse mi pan. Desde la puerta,
ojeando el periódico, me dijo:
"Hoy debería asesinarte un poco".
8.
Pon algo de los Beatles, que me voy a morir,
murmuró mi asesino esta mañana.
Se había despertado
sudando y en sus ojos
naufragaban los restos de la noche terrible.
Yo no creí que se muriera,
más bien,
que hubiera recaído en la bronquitis,
pero estaba tan solo
que no podía levantar
ni dos palmos de vida, entonces dijo
pon algo de los Beatles, que me voy a morir.
Afortunadamente,
suelo tener en la cocina un frasco de jarabe
que facilita la expectoración
y despeja los bronquios
y hace vivir al asesino
la dulce sensación de la convalecencia,
cuando lo cierto es
que apenas ha empezado con esta inoportuna
bronquitis,
porque tiene una tos seca y difícil
y me mira como perro sin amo a través del espejo.
Después que ha visto que no se iba a morir
ha encendido un cigarro. De todos modos,
hemos estado toda la mañana escuchando a los Beatles.
9.
Ayer era domingo. Todo el día
sucedían desastres en la sala.
Las firmes decisiones deslavado,
lejanas ya, aunque vivas como pretérito imperfecto,
desplomábanse sobre los sanatorios
del corazón.
Entonces era tarde y aparecía el otro
por la puerta. El niño que venía con él
me miró como un hijo.
10.
Esa mujer que digo, confundió mi vida.
Yo malogré su historia (Me refiero
a los tiempos difíciles y hermosos de nuestra juventud,
los días en los que mi asesino
no era sino un recurso literario)
Jugamos a ser dioses. Levantamos
tal laberinto con la mezcla
de intereses secretos que
Simón y Garfunkel se escuchaban
días enteros en nuestros corazones.
Ese niño que va con mi asesino
es nuestro hijo.
11.
En el ambulatorio -extraño nombre- de la Seguridad Social
me han dicho que la tos y esas punzadas
en la zona del pecho cercana a la congoja
son en mi caso las expresiones gráficas
de un mal del alma: "no fue usted, no beba,
y procure animarse, son dos días".
Mientras el hijoputa hablaba, ni asesino reía.
la enfermera de melena amarilla
extendía recetas sin mirarme.
12.
Qué descanso morir. Pero qué agobio
regresar a la nada
después de haber tenido tanto amor,
tanta desdicha, pues, aunque también
tan gran indiferencia por las cosas.
13.
Desde dónde llegabas hasta mi soledad
aún no lo sé.
Digo llegabas, pero quiero decir caías,
arribabas, naufragabas también.
Y digo soledad, pero quiero decir locura,
confusión, desconcierto. Quiero decir
que desde dónde tú llegabas no lo sé
, pero que ignoro a qué lugar venías, quizá excepto
que ese lugar llamábase Juanjo Millás.
14.
Tú no eres nadie.
Pareces
una conciencia:
la suma
de representaciones pasadas o actuales
que quizá te permitan obtener con esfuerzo
alguna imagen de ti misma. Ignoro con qué objeto.
Pero no, no eres nadie, ni siquiera
un desastre glorioso, una desolación,
o una inocente víctima.
Entiéndelo, mi amor, y olvida.
Olvida para siempre los disfraces,
el de conciencia o el de viuda. Yo te escribo
porque tampoco tengo muchos rasgos
y aunque me gustaría ser Juanjo Millás,
sé que soy como tú. Recorro los pasillos
de las casas igual que tú. Vigilo los teléfonos
con la misma intensidad sospechosa con la que tú los miras.
Tampoco quiero a nadie, aunque estos días
de finales de marzo
puedo fingir cierta pasión y disfrazarme, como tú, de amante
y hablar, igual que tú, de mi conciencia.
Pero en realidad soy como tú; es decir
nadie, nadie, nadie.
Quien diga lo contrario, no me quiere.
Juan José Millás.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
Última edición por RASP el Dom Jun 06, 2004 11:47 am, editado 2 veces en total.
os ayudará....
Hola, esta pequeña historia dará un enfoque nuevo a vuestra vida y os
ayudará a vivir felices ...
Un profesor de filosofía estaba frente a la clase con algunas cosas
encima de la mesa. Cuando la clase empezó, silenciosamente cogió un
frasco vacío de mayonesa y empezó a llenarlo de piedras de unos seis-
siete centímetros de diámetro.
Después de hacer esto, el profesor preguntó a la clase si el frasco
estaba lleno. la clase en pleno contestó que sí. Entonces el profesor
cogió piedras más pequeñas y las metió también en el frasco.Después de
meter unas cuantas, agitó el frasco ligeramente. Las piedrecitas, por
supuesto, se colaron entre los espacios que las piedras más grandes
habían dejado, llenando los espacios vacíos. Después de hacer esto, el
profesor volvió a preguntar si el frasco estaba lleno, a lo que la
clase volvió a responder que sí. Los estudiantes se rieron. El profesor
entonces cogió una caja de arena y lo echó en el frasco. Por supuesto
la arena ocupó el espacio que seguía estando vacío.
"Ahora", dijo el profesor, "quiero que vosotros veais en esto vuestra
vida.
Las rocas grandes son las cosas realmente importantes como la familia,
la pareja, la salud, los hijos. Cosas que si todo lo demás se pierde y
sólo esas se quedan, vuestra vida estaría todavía llena. Las chinas o
piedras más pequeñas son las otras cosas que importan como el trabajo,
la casa, el coche. La arena es todo lo demás. Las cosas sin
importancia. Si ponéis la arena en el frasco lo primero de todo,
entonces no tendréis espacio ni para chinas ni para piedras. lo mismo
se puede aplicar a vuestra vida. Si malgastáis vuestro tiempo y energía
en las cosas pequeñas, nunca tendréis sitio para las cosas que
realmente son importantes. Prestad atención a las cosas que son
esenciales para vuestra felicidad. Jugad con vuestros hijos, tomaros
tiempo para ir a haceros un chequeo médico, llevad a vuestra pareja a
bailar. Siempre habrá tiempo para el trabajo, para limpiar la casa o
arreglar un electrodomestico. Cuidad de las piedras grandes primero,
que son las cosas que realmente importan. Poned claras vuestras
prioridades. Lo demas es tan solo arena."
Pero entonces... Un estudiante cogió el frasco que los otros
estudiantes y el profesor estaban de acuerdo en que estaba lleno y
procedió a verter un vaso de cerveza en él. Por supuesto la cerveza
rellenó los espacios que todavía quedaban vacíos, haciendo que el
frasco estuviera ya completamente lleno.
MORALEJA.
No importa como de llena este tu vida,
siempre hay sitio para una cervecita.
ayudará a vivir felices ...
Un profesor de filosofía estaba frente a la clase con algunas cosas
encima de la mesa. Cuando la clase empezó, silenciosamente cogió un
frasco vacío de mayonesa y empezó a llenarlo de piedras de unos seis-
siete centímetros de diámetro.
Después de hacer esto, el profesor preguntó a la clase si el frasco
estaba lleno. la clase en pleno contestó que sí. Entonces el profesor
cogió piedras más pequeñas y las metió también en el frasco.Después de
meter unas cuantas, agitó el frasco ligeramente. Las piedrecitas, por
supuesto, se colaron entre los espacios que las piedras más grandes
habían dejado, llenando los espacios vacíos. Después de hacer esto, el
profesor volvió a preguntar si el frasco estaba lleno, a lo que la
clase volvió a responder que sí. Los estudiantes se rieron. El profesor
entonces cogió una caja de arena y lo echó en el frasco. Por supuesto
la arena ocupó el espacio que seguía estando vacío.
"Ahora", dijo el profesor, "quiero que vosotros veais en esto vuestra
vida.
Las rocas grandes son las cosas realmente importantes como la familia,
la pareja, la salud, los hijos. Cosas que si todo lo demás se pierde y
sólo esas se quedan, vuestra vida estaría todavía llena. Las chinas o
piedras más pequeñas son las otras cosas que importan como el trabajo,
la casa, el coche. La arena es todo lo demás. Las cosas sin
importancia. Si ponéis la arena en el frasco lo primero de todo,
entonces no tendréis espacio ni para chinas ni para piedras. lo mismo
se puede aplicar a vuestra vida. Si malgastáis vuestro tiempo y energía
en las cosas pequeñas, nunca tendréis sitio para las cosas que
realmente son importantes. Prestad atención a las cosas que son
esenciales para vuestra felicidad. Jugad con vuestros hijos, tomaros
tiempo para ir a haceros un chequeo médico, llevad a vuestra pareja a
bailar. Siempre habrá tiempo para el trabajo, para limpiar la casa o
arreglar un electrodomestico. Cuidad de las piedras grandes primero,
que son las cosas que realmente importan. Poned claras vuestras
prioridades. Lo demas es tan solo arena."
Pero entonces... Un estudiante cogió el frasco que los otros
estudiantes y el profesor estaban de acuerdo en que estaba lleno y
procedió a verter un vaso de cerveza en él. Por supuesto la cerveza
rellenó los espacios que todavía quedaban vacíos, haciendo que el
frasco estuviera ya completamente lleno.
MORALEJA.
No importa como de llena este tu vida,
siempre hay sitio para una cervecita.
DESDE QUE NACIÓ aquel escuincle no hacía más que llorar, a mañana, tarde y noche. Cuando mamaba, cuando no mamaba, cuando le daban su botella, cuando no le daban su botella; cuando le paseaban, cuando no le paseaban, cuando lo cambiaban, cuando lo sacaban de la casa, cuando lo volvían a meter. Y yo tenía que acabar ese artículo. Había prometido entregarlo a las doce. Era un compromiso ineludible, con mi compadre Ríos. Y yo soy un cumplidor. Y ese escuincle llora, y llora, y llora. Y su mamá...Bueno, de su mamá mejor no hablamos. Lo tiré por la ventana. Les aseguro que no había otro remedio.
De suicidios;
"No debí haber nacido. ¿O es que klos padres son infalibles? ¿ O cada coyunda es imagen de Dios? Me nacieron en un tiempo que me asquea. Ustedes lo pasen bien. Yo, sin duda, lo pasaré mejor."
"Me suicido por envidia a Rafael. No lo explico porque no lo comprenderán. Es una raíz vieja, crecida de toda la vida, que me duele de la planta de los pies a las raíces de los pelos. Y si creen que lo hago por chiste, créanlo."
Max Aub.
De suicidios;
"No debí haber nacido. ¿O es que klos padres son infalibles? ¿ O cada coyunda es imagen de Dios? Me nacieron en un tiempo que me asquea. Ustedes lo pasen bien. Yo, sin duda, lo pasaré mejor."
"Me suicido por envidia a Rafael. No lo explico porque no lo comprenderán. Es una raíz vieja, crecida de toda la vida, que me duele de la planta de los pies a las raíces de los pelos. Y si creen que lo hago por chiste, créanlo."
Max Aub.
"Mi hermano".
Nunca le perdoné a mi hermano gemelo que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí, solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron los siete minutos más largos de mi vida, y los que a la postre determinarían que mi hermano fuera el primogénito y el favorito de mamá.
Desde entonces salía antes que Pablo de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine -aunque ello me costara el final de la película. Un día me distraje y mi hermano salió antes que yo a la calle, y mientras me miraba con aquella sonrisa adorable, un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos extendidos hacia el cadáver de mi hermano.
Yo nunca la saqué del error.
Rafael Novoa.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
Nunca le perdoné a mi hermano gemelo que me abandonara durante siete minutos en la barriga de mamá, y me dejara allí, solo, aterrorizado en la oscuridad, flotando como un astronauta en aquel líquido viscoso, y oyendo al otro lado cómo a él se lo comían a besos. Fueron los siete minutos más largos de mi vida, y los que a la postre determinarían que mi hermano fuera el primogénito y el favorito de mamá.
Desde entonces salía antes que Pablo de todos los sitios: de la habitación, de casa, del colegio, de misa, del cine -aunque ello me costara el final de la película. Un día me distraje y mi hermano salió antes que yo a la calle, y mientras me miraba con aquella sonrisa adorable, un coche se lo llevó por delante. Recuerdo que mi madre, al oír el golpe, salió de la casa y pasó ante mí corriendo y gritando mi nombre, con los brazos extendidos hacia el cadáver de mi hermano.
Yo nunca la saqué del error.
Rafael Novoa.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
"Cáncer".
Hacía meses que mi padre no se levantaba de la cama. Yo tenía siete años y me habían prohibido verlo más que un ratito, una vez al día; pero me colaba en su cuarto cada vez que podía. Una mañana, bien temprano, me escabullí y lo encontré viejísimo, llorando sin ruido, casi sin mover la cara. Me dijo que no me asustara, que el monstruo se había ido, pero que tenía que traerle la escopeta, por si volvía... Cerca del mediodía, estaba ayudando a mi madre en la cocina cuando escuchamos el disparo, ¡papá mató al monstruo!, grité.
Fernando Di Tomaso (Zarko).
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
Hacía meses que mi padre no se levantaba de la cama. Yo tenía siete años y me habían prohibido verlo más que un ratito, una vez al día; pero me colaba en su cuarto cada vez que podía. Una mañana, bien temprano, me escabullí y lo encontré viejísimo, llorando sin ruido, casi sin mover la cara. Me dijo que no me asustara, que el monstruo se había ido, pero que tenía que traerle la escopeta, por si volvía... Cerca del mediodía, estaba ayudando a mi madre en la cocina cuando escuchamos el disparo, ¡papá mató al monstruo!, grité.
Fernando Di Tomaso (Zarko).
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
me estoy quedando bastante flipada
RASP quizá te guste echar un vistazo de vez en cuando a esta página:
www.amqs.com (antes muerta que sencilla) ---> es un blog de esos en los que se escribe tipo diario, pero almu (la escritora) ,es muy especial, hace de cada instante de su vida un verdadero relato.
RASP quizá te guste echar un vistazo de vez en cuando a esta página:
www.amqs.com (antes muerta que sencilla) ---> es un blog de esos en los que se escribe tipo diario, pero almu (la escritora) ,es muy especial, hace de cada instante de su vida un verdadero relato.
Voy a salir al jardín a excavar.
El mío es un jardín de ciudad. Las flores crecen junto a las alcantarillas, la hierba huye del asfalto
caliente del verano, las moscas revolotean sobre el hormigón armado y los cables de la
televisión.
Reme Perni Llorente.
Voy a excavar un agujero muy hondo. Con mis propias manos. Voy a sentir el tacto húmedo de
la tierra. Mis uñas van a acoger piedrecitas negras y pequeños insectos muertos.
Hondo, muy hondo.
Iré extrayendo las cosas diminutas que vaya encontrando y luego haré inventario. Un pendiente,
una muela o los huesecitos del pájaro que tuve de niña y que murió aplastado. Espero hallar un
cabello tuyo o la huella que dejó tu cuerpo cuando nos tumbamos aquel día.
Voy a arrodillarme en el jardín y a usar mis manos y mis brazos como palas. Me tenderé, si es
preciso, si me lo pide el tamaño del agujero. Meteré la cabeza y medio cuerpo dentro para seguir
sacando tierra, raíces, piedras, clavos, cáscaras, escarabajos... E iré anotando en mi libreta.
Seguiré hasta donde sea necesario, aunque tenga que llegar al mismísimo infierno. Temo más al
frío de la casa vacía que al calor más tortuoso.
Voy a hacer un agujero negro y utilizaré los dientes como herramientas.
Me detendré cuando vea la cola del diablo, cuando encuentre mi propio cadáver o cuando
vuelvas.
El mío es un jardín de ciudad. Las flores crecen junto a las alcantarillas, la hierba huye del asfalto
caliente del verano, las moscas revolotean sobre el hormigón armado y los cables de la
televisión.
Reme Perni Llorente.
Voy a excavar un agujero muy hondo. Con mis propias manos. Voy a sentir el tacto húmedo de
la tierra. Mis uñas van a acoger piedrecitas negras y pequeños insectos muertos.
Hondo, muy hondo.
Iré extrayendo las cosas diminutas que vaya encontrando y luego haré inventario. Un pendiente,
una muela o los huesecitos del pájaro que tuve de niña y que murió aplastado. Espero hallar un
cabello tuyo o la huella que dejó tu cuerpo cuando nos tumbamos aquel día.
Voy a arrodillarme en el jardín y a usar mis manos y mis brazos como palas. Me tenderé, si es
preciso, si me lo pide el tamaño del agujero. Meteré la cabeza y medio cuerpo dentro para seguir
sacando tierra, raíces, piedras, clavos, cáscaras, escarabajos... E iré anotando en mi libreta.
Seguiré hasta donde sea necesario, aunque tenga que llegar al mismísimo infierno. Temo más al
frío de la casa vacía que al calor más tortuoso.
Voy a hacer un agujero negro y utilizaré los dientes como herramientas.
Me detendré cuando vea la cola del diablo, cuando encuentre mi propio cadáver o cuando
vuelvas.
"Axolotl"
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L?Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias de enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Julio Cortázar.
...
Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L?Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias de enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
Julio Cortázar.
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Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
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- Ubicación: A Coruña... y sus bares de rock xD (y www.ladesidia.com)
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La Gran Orquesta Republicana (los vi en directo este mismo fin de semana) tienen un tema exactamente con esto de letra.RASP escribió:"Los nadies".
SUEÑAN las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en llovisnita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesania.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Eduardo Galeano.
"Desde la terraza"
Ya les he contado alguna vez, creo, lo mucho que me gusta sentarme en la terraza de un bar, a ver pasar la vida. Las terrazas de los bares son ojeadero clave, atalaya imprescindible a la hora de mirar despacio, sin prisa, intentando desentrañar los porqués de las cosas y de las gentes. Cada cual se lo monta como puede, y algunos de nosotros necesitamos esas treguas de la vida. Así que procuro utilizarlas. Algunas de mis terrazas son apostaderos fijos, lugares conocidos adonde me encamino sin meditarlo siquiera; y otras veces sitios nuevos, de los que me apresuro a tomar gozosa posesión. Entonces abro un libro, pido un café o un jerez, y leo un rato levantando la cabeza entre página y página. Alguien que pasa, un modo de andar, una mirada, un gesto, unos zapatos, una sonrisa, pueden cobrar de pronto significados apasionantes y reclamar su propia historia, real o imaginada, estableciéndose misteriosos lazos entre lo que lees y lo que ocurre ante tus ojos.
En ésas estaba el otro día, en un puerto del sur, recién desembarcado de un mar sin viento que se fundía con el cielo cubierto de nubes. Un mar quieto, denso y gris como el mercurio, con algunas gaviotas planeando sobre los pesqueros abarloados en el muelle. Releía el primer tomo de El cuarteto de Alejandría, de Durrell, reflexionando sobre el modo tan curioso en que cambia un libro cuando lo lees de nuevo, diez o quince años después ?aunque tal vez quien cambia no sea el libro, sino tú- . Pasaba las páginas de Justine, les decía, cuando enfrente se detuvo una pareja. Eran muy jóvenes, con aspecto de estudiantes. A él le calculé dieciocho o diecinueve años. Ella era sólo un poco más joven, y muy guapa, con tejanos y piernas largas. Parecían discutir, molestos por algo, y cuanto más sonreía él más enfadada parecía ella. De pronto él hizo un gesto para besarla, y ella apartó la cara, alejándose con brusquedad.
La palmaste, compañero, pensé para mis adentros. Pero me equivocaba. Oí como el chico la llamaba: Marisa, Isa o algo parecido. Entonces ella se detuvo a los pocos pasos, se volvió, y no sé lo que le vería en la cara; pero caminó de nuevo hasta él, y se abrazaron, y empezaron a besarse con tanto apasionamiento como si fueran a comerse los higadillos. Y él retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared, y ella lo empujaba sin dejar de besarlo, y se dieron doscientos besos en un minuto y medio, o a lo mejor fue sólo un beso desaforado y magnífico que duró minuto y medio, vaya usted a saber. Y dejé al amigo Durrell sobre la mesa y me los quedé mirando francamente, sin reparo alguno, fascinado por la maravillosa escena. Y una señora que estaba con su marido en la mesa de al lado, interpretando mal mi mirada, se volvió hacia mí, y comentó ?que poca vergüenza?, creyéndome tan escandalizado como ella de los mordiscos que se atizaban los jovencitos. Y entonces solté una carcajada que la dejó, me parece, un poco perpleja; y me estuve riendo así, en voz alta, un poco más todavía, sin poderme aguantar aquella alegría insolente y vital que me sacudía el cuerpo, mirando a los jóvenes que seguían a lo suyo. Me habría levantado en ese momento para ir a darles, a mi vez, un beso a cada uno, de no tener la certeza de que iban a entenderme mal. Así que me quedé sentado, claro, viendo como por fin se iban agarrados el uno al otro por la cintura, besándose todavía de vez en cuando. Y les dediqué un largo sorbo de Tío Pepe. A vuestra salud, Isa Marisa o como te llames, pensé. Porque un día dejaréis de besaros, o besaréis a otros, o ya no os besará nadie, y seréis imbéciles de corazón seco como aquí mi vecina la beata Georgina. O tal vez os rompáis la crisma en una carretera, o se os lleve un cáncer a los cuarenta, o a lo mejor no. Y la vida, que es muy hija de puta, os traerá de aquí para allá, y os dará unas cosas y os quitará otras, y vete tú a saber. Pero lo que nadie podrá quitaos es q esta mañana gris la habéis pintado de calor, y de ternura, y de ganas de comeros el alma el uno al otro. Y ese momento, vive Dios, ha sucedido y ya no os lo podrá arrebatar nadie, nunca. Y cada día, cada hora en que aún podáis besaos así, antes de que llegue cualquiera de los miles de finales que os aguardan, es una victoria arrebatada al azar absurdo de la muerte y de la vida.
Así que anda y que te jodan, vida, me dije. Y aún sonreía cuando abrí de nuevo Justine y seguí leyendo.
Arturo Pérez-Reverte.
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Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
Ya les he contado alguna vez, creo, lo mucho que me gusta sentarme en la terraza de un bar, a ver pasar la vida. Las terrazas de los bares son ojeadero clave, atalaya imprescindible a la hora de mirar despacio, sin prisa, intentando desentrañar los porqués de las cosas y de las gentes. Cada cual se lo monta como puede, y algunos de nosotros necesitamos esas treguas de la vida. Así que procuro utilizarlas. Algunas de mis terrazas son apostaderos fijos, lugares conocidos adonde me encamino sin meditarlo siquiera; y otras veces sitios nuevos, de los que me apresuro a tomar gozosa posesión. Entonces abro un libro, pido un café o un jerez, y leo un rato levantando la cabeza entre página y página. Alguien que pasa, un modo de andar, una mirada, un gesto, unos zapatos, una sonrisa, pueden cobrar de pronto significados apasionantes y reclamar su propia historia, real o imaginada, estableciéndose misteriosos lazos entre lo que lees y lo que ocurre ante tus ojos.
En ésas estaba el otro día, en un puerto del sur, recién desembarcado de un mar sin viento que se fundía con el cielo cubierto de nubes. Un mar quieto, denso y gris como el mercurio, con algunas gaviotas planeando sobre los pesqueros abarloados en el muelle. Releía el primer tomo de El cuarteto de Alejandría, de Durrell, reflexionando sobre el modo tan curioso en que cambia un libro cuando lo lees de nuevo, diez o quince años después ?aunque tal vez quien cambia no sea el libro, sino tú- . Pasaba las páginas de Justine, les decía, cuando enfrente se detuvo una pareja. Eran muy jóvenes, con aspecto de estudiantes. A él le calculé dieciocho o diecinueve años. Ella era sólo un poco más joven, y muy guapa, con tejanos y piernas largas. Parecían discutir, molestos por algo, y cuanto más sonreía él más enfadada parecía ella. De pronto él hizo un gesto para besarla, y ella apartó la cara, alejándose con brusquedad.
La palmaste, compañero, pensé para mis adentros. Pero me equivocaba. Oí como el chico la llamaba: Marisa, Isa o algo parecido. Entonces ella se detuvo a los pocos pasos, se volvió, y no sé lo que le vería en la cara; pero caminó de nuevo hasta él, y se abrazaron, y empezaron a besarse con tanto apasionamiento como si fueran a comerse los higadillos. Y él retrocedió hasta apoyar la espalda en la pared, y ella lo empujaba sin dejar de besarlo, y se dieron doscientos besos en un minuto y medio, o a lo mejor fue sólo un beso desaforado y magnífico que duró minuto y medio, vaya usted a saber. Y dejé al amigo Durrell sobre la mesa y me los quedé mirando francamente, sin reparo alguno, fascinado por la maravillosa escena. Y una señora que estaba con su marido en la mesa de al lado, interpretando mal mi mirada, se volvió hacia mí, y comentó ?que poca vergüenza?, creyéndome tan escandalizado como ella de los mordiscos que se atizaban los jovencitos. Y entonces solté una carcajada que la dejó, me parece, un poco perpleja; y me estuve riendo así, en voz alta, un poco más todavía, sin poderme aguantar aquella alegría insolente y vital que me sacudía el cuerpo, mirando a los jóvenes que seguían a lo suyo. Me habría levantado en ese momento para ir a darles, a mi vez, un beso a cada uno, de no tener la certeza de que iban a entenderme mal. Así que me quedé sentado, claro, viendo como por fin se iban agarrados el uno al otro por la cintura, besándose todavía de vez en cuando. Y les dediqué un largo sorbo de Tío Pepe. A vuestra salud, Isa Marisa o como te llames, pensé. Porque un día dejaréis de besaros, o besaréis a otros, o ya no os besará nadie, y seréis imbéciles de corazón seco como aquí mi vecina la beata Georgina. O tal vez os rompáis la crisma en una carretera, o se os lleve un cáncer a los cuarenta, o a lo mejor no. Y la vida, que es muy hija de puta, os traerá de aquí para allá, y os dará unas cosas y os quitará otras, y vete tú a saber. Pero lo que nadie podrá quitaos es q esta mañana gris la habéis pintado de calor, y de ternura, y de ganas de comeros el alma el uno al otro. Y ese momento, vive Dios, ha sucedido y ya no os lo podrá arrebatar nadie, nunca. Y cada día, cada hora en que aún podáis besaos así, antes de que llegue cualquiera de los miles de finales que os aguardan, es una victoria arrebatada al azar absurdo de la muerte y de la vida.
Así que anda y que te jodan, vida, me dije. Y aún sonreía cuando abrí de nuevo Justine y seguí leyendo.
Arturo Pérez-Reverte.
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Rayco Ángel Santana Pulido (RASP).
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