Una pincelada al valle de una duna,
un desliz sobre la mar callada,
era una poesía quieta y sola,
la última hoja rezagada.
Era su mirada, impasible, fría,
congelada contra un rincón de noche,
prendida al cielo, vacía,
el silencio entre canciones.
Miraba dos besos y medio a mi lado,
y eran cúspides de hielo y sombra
bordeando, sin moverse a la magía,
sus mejillas quedaban a solas.
Y era su gesto, imprevisible y quieto,
la latencia entre mi impulso y la voz,
el corazón queriendo latir más fuerte,
y allí seguían parados los dos.
La sencillez, dos piedras, preciosas,
gemas de azabache que allí inamovibles
me derrumbaban con virulencia los labios
y allí, descansaban, cuasi invisibles.
¿Cómo podía una pausa,
en la quietud de esos sentidos,
ser fragua y candente,
en una cadencia a siglos?
¿Cómo podía, inocente,
en su gesto de inoperancia,
aquella mirada ausente
derrotarme sin un arma?
Y allí seguían parados ambos,
perdidos entre tiempo y espacio,
sobre el negro mar combado
del reflejo de sus labios.
Y allí seguía yo,
muriéndome por sus pupilas
por sus negros iris, negros,
por aquella mirada mía...
Tu mirada
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