Mi cosecha relatista estaba demasiado mal... y esto ya lo estaban tomando los poetas!!! (jeje sin acritud, eh!)
EL LIBERADOR
Aquella seudobruja afirmaba, con un aplomo que habría hecho dudar al
más firme, que la mejor manera de detectar a tiempo un mal de ojo era
dejar reposar un vaso con agua toda la noche bajo la cama del presunto
maldito y comprobar con los primeros rayos del sol si habían aparecido
en sus paredes cientos de burbujitas. Si esto ocurría, el personal ya
podría empezar a preocuparse por lo que se le venía encima. El problema
no es que la ciencia no tenga respuesta, no, la culpa de tal vacío es de los
escuadrones de la medicina, siempre bata blanca y jeringa en ristre, que
se negaban a aceptar la existencia de tal verdad. Elocuente y casi
parapetada tras dos gigantescos pendientes-aro y una
oxigenada-mal-peinada melena, la echadora de cartas del canal televisivo
con evidente falta de fondos lanzaba un último y fulminante aviso. Su
largo y acusador dedo índice se prolongaba amenazadoramente mientras
tremaba. Me pregunté cuantos años (y alimentos) se necesitaban para
criar semejante uña. Mi parte más realista me recordó la existencia de
postizos tan bien acabados como asequibles hasta para la precaria
cadena cuya existencia dependía de un número (el 902) y un par de
realidades (la existencia de la soledad y la pervivencia del mito). Tras
haber creado el ambiente necesario, la bruja anunció la existencia de un
único tratamiento contra la dolencia, que ella había elaborado en secreto
durante largos años de trabajo. La fórmula reposaba ya en su
desarrollada mente y en un librito cómodo, de fácil lectura y en venta por
sólo trenta y seis euros. Un número telefónico copó un cuarto de pantalla
mientras una serpiente de letras culebreaba por debajo.
Para los que de pequeños dormíamos siempre con un vaso de agua
cerca, los maledicentes cientos de burbujitas eran una realidad cotidiana.
Para mí, como para el resto, no duraban mucho más en nuestra memoria
ni en el vaso tras satisfacer la matinal sed con los restos de la noche.
Ahora volvían a mí convertidas en un objeto de misterio, nerviosismo y
desesperación para algunos (imaginé la cantidad de males de ojo que
iban a ser pronosticados esa noche) y en fuente de ingresos y tabla de
salvación para otros. Apagué la televisión y dormí, una noche más.
Aquella mañana, como todas, empezaba un día más de mi vida. Como si
fuese poca tarea. En la mano derecha, maletín de bien imitado cuero
marrón. Funcional. En la izquierda y con elegancia, porto un cigarrillo
previamente encendido al que no voy a dar ni una calada. Figuración,
elegancia. Traje de oferta azul bursátil. Respetabilidad. Mocasines
trapicheados por un compañero de fatigas, ahora encargado en
almacenes de grandes zapaterías. Crujido elegante. Bolsillo: encendedor
plateado (que no de plata), clavel muy rojo. Caballeroso. Para acabar,
mentalidad: hoy es el día en que mi amor será correspondido. Paso firme
y sonrisa lista para ser disparada cual ?flash?, me encamino a la ya muy
transitada calle.
Estimo oportuno presentarme. Mi pensamiento es muy caótico. Me fijo en
lo banal y olvido lo relevante. Debo prepararme, no sólo la apariencia
externa provocará la impresión necesaria. Me da vergüenza reconocerlo,
pero el objeto de mi amor (verdadero) aún no se sabe ni mi nombre. Más
vergüenza me da dar a saber que ella trabaja conmigo. Quiero decir, en
el mismo lugar que yo. En mi defensa ante el eterno tribunal que son los
demás, aduciré que la naturaleza de la empresa donde laboro fomenta la
incomunicación. Mentalidad: es fácil, basta con saltar unos centímetros
por encima del mostrador-mesa cuando llegue y decir una frase.
Problema: ¡una frase! Debe haber billones. Más fácil sería provocar algo
que redujese el campo. Por ejemplo, ponerle la zancadilla. Eliminaríamos
posibles frases como ?¿Qué hora es?? o ?Las patatas subieron de precio?,
pero aun nos quedarían cientos. Vaya, me estoy poniendo nervioso.
Acabaré dando una imagen bufa si no paro de temblar, y ya sólo queda
girar esta calle para llegar al local.
El lugar es recóndito, sí, pero no piensen que por sórdido o marginal. Es
por discreción. No es que ocurra nada ilegal tras estas paredes pero, y a
pesar del largo tiempo que esta actividad se viene realizando, las
sociedades siempre han preferido mantener tras un leve velo estos
negocios. Como si fuesen sucios. Curiosa suciedad de la que se empapan
los más impolutos representantes de esta nuestra comunidad, como
compruebo dia tras día tras mi mostrador. Un toldo rojo, alfombra a juego
y un luminoso ? ?Paradise? ? es todo lo que se alcanza a ver desde fuera.
A veces los chavales prepúberes, atrapados entre la adolescencia y la
niñez, se atreven a abrir la puerta en un descuido de Matías, el portero, y
salen corriendo entre risas antes de que éste pueda reprenderles.
¡Ey! ¿Dónde vais? ¿Quién os creéis que sois? ¡Maleducados!
Matías encaja tan bien en su edad como entre el mobiliario que le rodea.
Tendrá unos veinte años más que yo ? unos sesenta ? y, aunque el jefe
no se lo pide expresamente, viste de riguroso traje de botones a la
antigua usanza. Trabajó durante más de treinta años en el mejor hotel de
la ciudad y, según dice, abrió la puerta a la mismísima Audrey Hepburn
dos veces. Con el advenimiento de los nuevos ricos que exigen menos
botones y más pistas de tenis y aire acondicionado, Matías tuvo que
escoger entre volver a la calle o ponerse a servir martinis. Gran católico y
abstemio, se negó y acabó en este otro tipo de ?hostelería?. A decir
verdad, cada noche que le veo rezar su rosario me pregunto si de
verdad sabe en qué tipo de lugar trabaja. Creo que es por ello que don
Zambrano lo escogió. Por su naturaleza. Matías, ajado, acostumbrado a la
servilidad y ciertamente desinteresado en lo que ocurriese tras las
paredes del recibidor; contento con una nómina pequeña y con tener un
poco de tiempo para sus rezos. Y en lo que respecta a mí, siempre en una
dimensión paralela, absorto en lo más absurdo y absolutamente
desinteresado en lo que los demás considerarían interesantísimo o
revelador.
Eso fue hasta hace dos meses. Entonces llegó ella. Mi trabajo comienza
dos horas antes de la apertura: me siento tras el marmóreo mostrador y
espero la llegada del personal femenino. Una por una van entrando y yo
las apunto en la hoja de control. No hay comunicación. Sólo saludos fríos
y cortos, y siempre sin mirarse. La hoja delatora les pondrá en un aprieto
ante el jefe si alguna llega con menos de una hora de antelación a la hora
de apertura. Después toca ir recibiendo a los clientes. Matías abre la
puerta y coge sombreros, abrigos y más ropajes innecesarios. El resto
caerán luego. Yo doy un cordial saludo e invito a pasar. Cada cliente tiene
su tarjeta electrónica en la que quedan graban las consumiciones y
servicios recibidos. A la salida, el cliente la entrega y un lector me indica
la cantidad en deuda. Esto protege su intimidad, aunque deja a mi
imaginación que tipo de placeres ha recibido según lo abultado de la cifra.
Normalmente no me fijo, salvo cuando la cifra se vuelve astronómica o
resulta raquítica. El cliente paga al contado o acepta el cargo en su
cuenta. Algunos deudores han tenido que ser reprendidos, expulsados e
incluso maltratados por matones contratados por el señor Zambrano. El
local es uno de los más lujosos de la ciudad y suele estar frecuentado por
los más generosos bolsillos, pero siempre se cuela algún simple
acomodado con delirios de grandeza que gasta más de lo que puede
pagar, que estima el valor de lo recibido muy por debajo de lo que luego
el lector delatará, cuya cara muda de asombro ante mi casi imperturbable
expresión antes de que mi boca anuncie el fatídico ?no dispone de fondos,
señor; deberá hablar con Don Zambrano?. Es parte de mi trabajo, y no
me repugna. Aprendí a odiar antes los falsos ademanes de los falsos
pudentes que el rancio abolengo de los reales. Don Zambrano no los
soporta. ¿Para eso contrata a las mejores jóvenes de la ciudad? Y a fe
mía que la última era la mejor.
Emma. Desde hace dos meses no paro de pensar en ella. Morena, pelo
corto, mirada asesina tras el maquillaje. Todo fuego. Traje ceñido, pero a
mí se me antojaba falda de largo vuelo en un virtuoso baile con el Diablo.
Carmín, mucho carmín. Joven, muy joven. Terrible en su hermosura,
tanto que lo único que pude hacer fue levantarme y callarme. Saludó y
pasó de largo hacia el camerino. Desde entonces he empezado a querer
seducirla y liberarla. Me he sentido como un neonato. ¿Cómo se hace
para impresionar a una mujer? ¿Cuál es el secreto de la seducción? Se lo
preguntaría a ella, experta, pero para ello habría que romper el muro que
nos separa, que es justo para lo que necesito el poder de la seducción.
Por ello compré el traje barato, mangoneé los mocasines, distraje el
mechero plateado, fingí fumar, robé un clavel cada día de la floristería.
Cada día que entra intento saltar por encima del mostrador y alcanzarla
en el vuelo, prenderla con una frase perfecta, sacar a relucir una sonrisa
cautivadora y hacerla mía. Nunca lo consigo. Y qué difícil es, más tarde, e
incluso para el más torturado Romeo, imaginar lo sangrante que resulta
recibir y tener que saludar hipócritamente al maldito cliente, al estúpido
traje-de-verdad, fumador de tabaco puro, encendedor de oro, zapatos de
piel; al fulano que dentro de pocos minutos, mientras yo sigo aquí fuera
intentando revivir mi clavel con gotitas de agua, yacerá con el objeto de
mi amor. Él no la quiere, sólo desea su carne y su fuego, y después
recomendársela a sus amigos bebiendo buen ron importado; luego saldrá,
entregará su tarjeta, yo veré el importe, abultado, me sumergiré en un
mar de odio, mi mente calibrará qué tipo de servicios pueden comprarse
con semejante cantidad, porque este de fijo que no ha ido a por otra, no
puede ser, si no hay otra como ella en el mundo cómo va a haberla en el
local. Entonces el satisfecho cliente suele decir algo como:
Perdone. ¿Me permite mi tarjeta?
Así, con algo de enfado en su voz por mi tardanza. Pero yo le odio más
aún, y me voy a casa rápido porque no quiero verla, tan marchitado
como el clavel; porque sólo imaginarla tomándose el cubata post-jornada
(invita el jefe) y hablando con sus compañeras, ajena a mi dolor, me
hace desear la muerte instantánea.
Sin embargo, todos los días llego al trabajo con la misma ilusión renovada
y distinto y floreciente clavel. Penetré, un día más, en la pequeña sala
donde nos preparábamos para otro día de trabajo. El resto del equipo
masculino ya estaba preparándose. Un día más, me senté en mi cómoda
silla de oficina, frente a la lista de control, el montón de folios y la
grapadora; y empecé a ensoñarme con lo que haría con mi ángel cuando,
con caballeresco ademán, la invitase a abandonar aquel antro en mis
brazos. Una a una fueron llegando las meretrices, con más o menos prisa,
peor o mejor cara, más elevado o bajo el estado de ánimo y el tacón.
Pasaban los minutos en la estancia que parecía encogerse. Matías ya
desgranaba, una a una, las cuentas del rosario. Purita, Luci, Martina,
Jenny. Rubio oxigenado, cabellera rojiza, ¿dónde estaba mi corto pelo
negro? Carmín violáceo, brillante, nunca era el fogoso objeto de mi oculta
pasión. Comencé a grapar papeles. Don Zambrano era sin duda un tirano
del que debían ser rescatadas pero, ¿quién lo haría?. Me figuré como el
liberador de Emma. Un Superman alopécico. Diseñé una fabulosa flor con
los grapas. Fabriqué tres pajaritas de papel. Miré a Matías. Josefina. Al
borde del límite establecido, una hora para la apertura. Me sorprendí
tamborileando con los dedos en la mesa. Quemé el papel en el que había
diseñado la flor. Matías me reprendió y se quejó: por mi culpa había
pedido la cuenta. Un camarero apareció tras la cortina para pedir si
llevábamos un pitillo. Rocío, apurada, rogándome que le hiciera un favor,
que le apuntase antes. Lo hice. Rocío entra, Matías me reprende de
nuevo: ¿por qué has transigido? Esto es una violación de nuestra labor.
De acuerdo. ¿Cómo que de acuerdo? Ponla tarde y que se las apañe. De
acuerdo. Un trago de agua, agarro el vaso que tengo siempre bajo la
mesa. Está lleno de burbujas. ¿Dónde está ella? Me aparecen mil camas
con mil altos ejecutivos en mil diversas posturas. Las burbujitas, ¿no me
habrán echado mal de ojo? Por eso no vendrá, por eso trabajo en este
lugar, por eso mi vida es un desastre. Además el jefe está cabreadísimo,
dice Matías. Tal vez nací con mal de ojo. Por eso mi madre me ponía el
vaso cerca. Para cerciorarse, día a día. Si descubre que has ayudado a
una rezagada, te puede freír. O tal vez las burbujas estén en mi cabeza,
ocupando espacio, haciéndome más imbécil día a día. ¿Qué dice Matías?
Yo sólo pienso en Emma. Y en las malditas burbujas, persiguiéndome día
tras día durante cuarenta años. Abrimos en cinco minutos. Dos meses y
no ha faltado nunca. No puede irse, además; el jefe nunca lo permitiría. El
jefe, el mismo jefe del que habla ese insoportable anciano.
- ¿Por qué está cabreado don Zambrano, Matías?
El portero sale de sus oraciones y me mira extrañado.
- No te enteras de nada, Bonifacio.
La culpa es mía. Como siempre, claro. Estrujo mi clavel. Estallan mil
burbujitas. Será que me hierve la sangre.
- Ayer faltaba una chica. Una camarera, me dijo. Por lo visto un cliente se la ha llevado. Eso dijo Zambrano, ?llevado?.
Viejo Matías, estúpido Matías. No son camareras. No se la ha llevado.
Alguien se entera menos que yo. Por lo visto un ricachón de los que van
al bar se la llevó a vivir con él, dice Matías. Eso dijo Zambrano. Le
prometió el oro y el moro. El camarero joven la vio meterse en su coche
cuando sacó la basura al callejón trasero. El jefe estaba cabreadísimo.
Habló de la lealtad y de muchas cosas más. ¿Te puso como ejemplo a ti,
sabes? Matías se acerca. La vista se me nublaba. Un libertador había
llegado antes que yo. Normal, él viajaba en Mercedes, yo sólo tengo un
renqueante Renault. Supermanes a diversas velocidades. El viejo me
miró. En la mano aún llevaba el ajado rosario de cuentas de madera. Un
surco de preocupación atravesaba su frente.
- ¿Sabes una cosa? ? me susurró, con un cierto aire de misterio.
Qué...
- Ella... bueno, estoy seguro de que no era una camarera. ? el viejo se
dio un momento de respiro y enarcó las cejas para añadir, algo
espantado: ¡Creo que trabajamos en una casa de putas!
Vuelvo a escribir!!
-
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