Alguien se acercaba a paso ligero y orgulloso.
Aquella noche cada uno de sus sentidos se traspasó a sus dedos. Serpenteaban como nunca. Iban recorriendo caminos, dibujando hermosos surcos y agujeros, rozando, palpando, cada una de aquellas teclas. Su dedo índice flotaba en el aire, mirando al cielo, pareciendo que suspiraba, anhelando aquel sueño. Su dedo corazón,sin embargo, palpitaba fuerte, sin importarle el riesgo a caer tan adentro por su propio peso en aquel Mi sostenido. La sala, en silencio, disfrutaba de sus vermúes y sus cigarros.
Los pasos de aquel hombre se notaban cada vez más cerca.
El público se intranquilizaba, pero él los notaba como si provinieran de un diapasón que marcaba su ritmo. Y sus manos, y su pulso, y sus notas, se aceleraban. Y los dedos de su mano izquierda, que parecían tímidamente agachados se estiraban y encogían y aplastaban aquellas teclas, con la bravura de un toro. Y los pasos se oían cada vez más fuerte, cada vez más cerca. Tonos, semitonos, dedos, manos, sudor y pasión entremezclados al piano. Hasta que los pasos de aquel hombre se acercaron demasiado.
El público expectante, enmudeció a gritos la melodía del pianista cuando el gangster fundió sus blancos guantes en el gatillo de aquel arma, hiriendo de muerte al pianista. Todos huían presos del miedo. Pero el pianista, con la bala clavada al corazón, sangrando, siguió sonriendo. Murió tocando
pa los prosistas
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