?Por una economía humanitaria?, había escrito Ana en el billete con que pagó un lote de alimentos ecológicos de la Cooperativa Esperanza, una comuna enclavada en una sabana ecuatorial donde, según le habían contado, un puñado de humildes campesinos resistía a duras penas el asedio de terratenientes y multinacionales. En la cesta adquirida por Ana venían como obsequio unos pequeños talismanes tallados por artesanos de dicha cooperativa a partir de unos fragantes juncos endémicos de un humedal cercano.
Ana se había propuesto contribuir a la solidaridad entre culturas abasteciendo en lo sucesivo su despensa en una tienda de comercio justo con la pretensión de aportar su grano de arena contra la rapacidad del capitalismo y las secuelas opresoras de ese sistema de producción y consumo insostenible donde a las personas se las degrada a mercancías.
Al día siguiente, tras dos meses acampada frente al Parlamento para protestar junto a miles de indignados contra la corrupción política y las desigualdades, a Ana se le ocurrió regalar durante una cacerolada los amuletos de la Cooperativa Esperanza, pues le encantaba tanto su olor como el mensaje que transmitía su imagen: una mano blanca y otra negra entrelazadas. A raíz de la iniciativa de Ana, esos abalorios se erigieron en emblema del movimiento por una democracia real para los ciudadanos y no para los mercados, hasta el punto de que enseguida comenzaron a circular réplicas bastante parecidas aunque sin el perfume dulzón de los originales.
Tanto se entusiasmaba Ana con revolucionarse para mejorar el mundo, que había decidido viajar a la Cooperativa Esperanza ilusionada por colaborar en la fabricación a mayor escala de los exitosos amuletos con forma de manos estrechadas. Así pues, se puso a preparar la maleta al lado de su hermana, con quien discutió sobre la necesidad de gravar las operaciones financieras con una tasa enfocada a combatir el subdesarrollo y preservar el medio ambiente.
En esos mismos momentos el billete al que la propia Ana había anotado el lema ?Por una economía humanitaria? era entregado a un anciano en una sucursal de un banco cuya filial en un paraíso fiscal mantiene diversos intereses en la región de la Cooperativa Esperanza: no solo blanquea ingresos del narcotráfico desviándolos a una transnacional minera acusada de la enorme prevalencia de cánceres en las localidades aledañas, sino que además concedió créditos para unos pozos de petróleo que envenenan los acuíferos circundantes, y encima evade impuestos de una central hidroeléctrica cuya construcción alteró el equilibrio hídrico de la zona y anegó una llanura donde se proyectaba un campo de placas solares.
A los pocos minutos, Ana declinó el bocadillo vegetariano al que la invitaba su padre porque nada le garantizaba que sus ingredientes estuviesen limpios de compuestos fitosanitarios, ni que provinieran de explotaciones con unas condiciones laborales decentes y cuyas cosechas no se utilicen para especular con los precios de la comida mientras las hambrunas devastan los rincones más deprimidos de nuestro planeta.
Prácticamente a la vez, alarmado por lo caro que se estaba poniendo el pan, el jubilado entró en el supermercado de su barrio y con el billete que había pertenecido a Ana acaparó las últimas existencias de arroz, una pila de paquetes cuyo envoltorio no mencionaba su procedencia, un latifundio usurpado por un fondo de inversión en cereales tras haber expulsado a los fundadores de la Cooperativa Esperanza del valle de sus ancestros alegando que carecían de títulos de propiedad.
No muy lejos de allí, Ana hablaba por teléfono con un activista antiglobalización a propósito de una petición popular de referéndum para abolir las fronteras de manera que cualquier hombre o mujer esté en disposición de elegir su lugar de residencia sin importar donde haya nacido. Como icono de su campaña aprobaron imitar la silueta de las dos manos unidas de la Cooperativa Esperanza.
En medio de la conversación de Ana, el gerente del supermercado contrató con el billete a un matón que coaccionara a un empleado inmigrante irregular para que no denunciase una negligencia de su patrón por la cual había perdido una pierna.
Unas cuantas calles más arriba, Ana divagaba con que una legalización mundial de las drogas liquidaría las despiadadas mafias que negocian con ellas a costa de condenar a los adictos a una muerte en vida; y también reflexionaba sobre lo cínico de transigir con la prostitución, a su juicio una aberración contra las mujeres y la humanidad en su conjunto.
Al caer el sol, el matón consiguió con el billete unos gramos de cocaína refinada a pocos quilómetros de la Cooperativa Esperanza por una guerrilla que extorsiona a los lugareños. Esa misma noche, el traficante que había recibido el billete se lo gastó en una orgía con tres jovencitas oriundas de una paupérrima aldea próxima a la Cooperativa Esperanza, de donde emigraron engañadas, ignorantes de que las chantajearían con castigar a sus familiares si no cumplen como meretrices diligentes.
Antes de meterse en la cama, Ana redactó un correo al ministro de asuntos exteriores exigiéndole medidas urgentes frente al turismo pederasta y animándolo a no desfallecer en su patronazgo de una alianza de civilizaciones, para la cual se había aprobado un logotipo diseñado por Ana a partir de las dos manos enlazadas de la Cooperativa Esperanza.
Ya de madrugada, el administrador del burdel, en cuya cartera estaba el billete, embarcó en un avión hacia la capital del estado donde se halla la Cooperativa Esperanza. En cuanto aterrizó, no tardó en desprenderse del billete para fornicar con una chica de doce años.
Mucho más al norte, Ana se despertó conmocionada por lo que había soñado: una religión multiétnica basada en la paz y el amor se extendía por los cinco continentes acabando con el egoísmo y el dinero. De camino al aeropuerto, se mensajeó con unos amigos sobre un boicot a las compañías farmacéuticas por las tarifas abusivas con que gravan sus patentes, ya que su codicia constituye el homicidio pasivo de un sinnúmero de enfermos sin recursos. En la cola de facturación se conectó a su red social favorita y le sorprendió que a casi medio millón de internautas les gustase el símbolo de las dos manos que ella misma había dado a conocer.
Unas horas después, el padre de la pequeña prostituta depositó el billete en un templo como ofrenda expiatoria. El billete pasó a un sacerdote sexagenario agobiado por si no daba la talla como macho con su cuarta esposa, a quien debía desflorar en breve dado que esa mañana le había sobrevenido la menarquia; así que, luego de predicar a favor de la castración de homosexuales y sermonear sobre la ineficacia de los condones para frenar la hecatombe de seropositivos en la comarca, el religioso cambió el billete por unas pastillas contra la disfunción eréctil de un laboratorio que se niega a abaratar sus medicamentos por mucho que ello salvaría a un sinfín de menesterosos.
A muchos metros de altura sobre una jungla, Ana elucubraba sobre cómo conservar los ecosistemas vírgenes de la depredación humana y evitar así que sigamos diezmando la biodiversidad. También fantaseaba con una declaración universal de derechos animales donde se proteja a todos los seres vivos de cualquier tipo de sufrimiento. Para perplejidad de Ana, un azafato le rogó que le vendiera su figurita de las dos manos, ya que él le había prometido una igual a su novia pero ya solo se encontraban copias bastante insulsas que para colmo costaban una desmesura.
Justo cuando Ana estaba cumplimentando el control de pasaportes con la cabeza bulléndole de ideas para erradicar el trabajo infantil, el boticario que ahora llevaba el billete consigo convenció a una pandilla de chavales para que faltaran a clase y ayudasen a su cuñado a manipular unos plaguicidas muy tóxicos y a talar una selva sentenciada a que varias carreteras la descuarticen a pesar de que ello conllevaría mutilar los hábitats de multitud de especies hasta abocarlas a la extinción. Los críos ganaron el billete como jornal y lo canjearon en una gasolinera por botellas de alcohol y botes de pegamento para esnifar. Luego, el dueño de la gasolinera se valió del billete para realizar dos encargos a un coronel de intendencia: el primero, unos cuantos gallos de pelea a los que entrenaría para luchar hasta morir o matar a su oponente; el segundo, unas semillas transgénicas que someten a los agricultores bajo el yugo de las grandes corporaciones aparte de entrañar graves riesgos para la salud según algunos colectivos ecologistas.
Durante su trayecto en camioneta hacia la Cooperativa Esperanza, Ana charló con un fotógrafo de prensa sobre la peligrosa labor de los medios de comunicación en esos parajes sin ley y se brindó a publicar un blog en apoyo a la libertad de expresión y al heroico papel de los informadores como conciencia crítica de las sociedades en conflicto. Igualmente, departieron sobre la hipocresía de las naciones industrializadas por cacarear de filántropas con sus limosnas para cooperación al desarrollo sin renunciar a su lucrativo sector armamentístico a sabiendas de que surte a terroristas, paramilitares y ejércitos represivos.
A media jornada en coche de allí, el coronel acordó un trueque con una comunidad indígena: el billete y una caja llena de rifles y machetes por cinco quilos de juncos aromáticos.
Cuando Ana llegó a la cooperativa, contempló que sus instalaciones estaban ardiendo y la gente corría en desbandada esquivando cadáveres ante el hostigamiento y la rapiña de una caterva de aborígenes en taparrabos. Los asaltantes maniataron rápidamente al periodista y le pegaron un tiro en la sien. Entonces, el jefe de los saqueadores se acercó a Ana abanicándose con un billete. Ella reconoció con asombro su propia caligrafía en la inscripción que había en él: ?Por una economía humanitaria?. Acto seguido, el jefe la encerró en una choza, donde le restregó el billete por el escote y luego por la barriga hasta frotarle el pubis. A continuación, le ofreció dejarla marchar a cambio de una sesión de sexo, y tras ello extendió su tostado brazo derecho hasta rozar los níveos dedos de Ana como para comprobar si ella aceptaba con un apretón de manos.
Al cabo de un rato, Ana le preguntó por qué habían arrasado la cooperativa. El jefe le respondió que por legítima defensa, por instinto de supervivencia frente al acoso genocida contra su pueblo: primero les incendiaron el bosque donde habían habitado desde tiempos inmemoriales para desforestarlo y lograr pastizales con que cebar vacas para una cadena de hamburgueserías; más tarde asesinaron a la mitad de los suyos porque se habían asentado sobre un yacimiento de diamantes; y esa misma semana los colonos de la Cooperativa Esperanza los habían atacado para echarlos de la laguna junto a la que habían levantado un nuevo poblado. El jefe añadió que sus enemigos ambicionaban robar unos juncos que la tradición de su tribu prohíbe cortar a menos que antes se invoque a la Diosa Naturaleza ya que se destinan a preparar fogatas para que sus rescoldos azucarados aplaquen a los demonios de la guerra. Por lo visto, en un país del norte de repente se habían puesto de moda unos adornos elaborados con esas plantas, hasta tal grado de insensatez que su madera se estaba cotizando a una verdadera fortuna. Antes de soltar a Ana le dijo que, como casi siempre, los caprichos de los ricos se cobran la sangre de los pobres.
Ana salió huyendo sin más rumbo que intentar escaparse de sí misma.
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Economía humanitaria
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