Las diecinueve y treinta y cinco. Salimos de la estación rumbo a nuestras realidades. En cada asiento una persona. Veinte corazones prisioneros que nadie se atreve a rescatar. Rostros cansados, miradas que se esconden. El silencio que nos envuelve. Demasiada tristeza. No. No quiero mirar. Prefiero dirigirme a las nubes. Tal vez vengan cargadas de esperanza. Tal vez llueva y no tengamos paragüas. Ójala que arrastre la indiferencia, el desprecio. Aquello que nos impide tender la mano, arrimar el hombro. Sí. Ya lo decía el filósofo:
dadme un punto de apoyo. Un punto de apoyo y moveré el mundo.
Entonces muchas palabras tendrán por fin remitente. Sí. Ójala que llueva. No nos sentiremos tan solos, tan cansados de vivir, ignorados, entre tanta gente.
De nuevo serán las diecinueve y treinta y cinco, mañana, pasado mañana. Y marcharemos bajo otra realidad, rumbo tan sólo a nuestros sueños, desde esta tarde otoñal, en un autobús, se me ocurre.
Desde Madrid al cielo.
Sequía, también, por dentro.
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