Al estirar las piernas
irrumpiendo en la anatomía
de las arrugas de la sábana,
tropecé contigo,
con tu calor, que respiraba sin prisa,
con la opacidad de los párpados
que techaban tu expresión inocente.
Estabas a mi lado;
tu mano yacía, también dormida, junto a la mía,
inmóvil, cariñosa, inconscientemente atenta.
Aquella imagen
se comía a bocados mi somnolencia,
dejándome la mirada desorientada
y el sentimiento completamente desnudo.
El amanecer, remolón,
fue rascando la superficie
de tu tranquilo despertar;
frunciste el ceño y posaste la mano
sobre la frente,
entornaste tu cara hacia mi,
sonreíste y me abrazaste.
Agradecí tu calor y tu extramada cercanía,
pues fuíste inalcanzable hasta ese momento,
se hicieron de rogar tus arrumacos
dejándome helada
por no llorarte una caricia
durante toda la noche y parte de la semana.
Me di la vuelta
y la cama se convirtió en un lago invernal,
combrío, solo, enorme, temible, antipático.
Nunca estuviste aquí,
no existió más calor que el de mi cuerpo
ni más caricias que las de la luz de luna,
aún así... el perfume que rodeo tu cuello
moja mis labios en la almohada,
haciendo de los kilómetros una mentira piadosa
y de este sueño
la esperanza de tenerte ahora entre mis brazos.
*
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