El espacio era inerte,
como las hojas del otoño
enjuagándose con el barro,
despojándose del verde.
El cielo estaba preso,
vestido a rayas,
encadenado a la decadencia
del día,
escupiendo otro amanecer,
arrastrando a las estrellas
que se tiraban al suelo
enrabietadas.
Mis ojos, enjaulados
en el vidrioso despertar,
a la sombra del brillo.
Salí a la calle,
nadé hasta el minutero
que parecía no avanzar.
La mirada seguía estando ebria,
el espacio muerto y
yo seguía bebiendo la tela
de mi almohada,
seguía muriendo al unísono
con el espacio,
y me encerré en el cielo,...
...¡y de una patada,
sin querer,
le clavé todos mis tristes cuentos
en lo más profundo del pecho!;
desde entonces,
el cielo sangra a la mañana,
el espacio muere de miedo
al verme y se vacía,
y mis ojos ven lo que
quieren llorar.
El alba en sí,
es el gargajo que se expulsa
para no manchar
el vestido de la noche,
para que el cielo enlutado
jamás pueda sangrar.
“Al abrir los ojos”
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