Imagina y contempla:
el campo santo del pensamiento,
los marchitos cadáveres de
pequeños instantes,
el sangriento horizonte
de las tardes invernales
recordando que todo es eterno
y que la respiración acota el significado
de todo lo que sonríe.
Imagina y escucha:
el mar embravecido de los rencores,
las ráfagas de viento que imitan
a la discreción de los secretos,
el crujir de la tierra seca
por unos pasos firmes y decididos,
los poemas desesperados de los que mueren
sin nombre y sin corazón.
Imagina y cata:
los vinos que manchan los labios
de quien sufre de cara a la pared,
el rasgueo de unos dedos virtuosos
en cualquier rinconcito del inmenso escondite
de los mudos de caricias y tequieros,
el sabor de la piel sin perfume
que se hace valer por el aroma que
se desentiende de momentos sin ojos cerrados.
Imagina y palpa:
el anhelo de los enamoradizos
al rozar con la pupila las intenciones
de la lolita inalcanzable,
los callos del mentiroso en los dedos índice y corazón
mientras suda historias increíbles,
los años venideros sin gafas ni bastón
de los ciegos que no venden cupones
y cojean, a veces, con buena maña.
Imagina... y saborea:
cualquier instante sin apellido,
las despedidas sin llanto,
los mordiscos de lo que es un sendero perdido,
saborea el breve resumen
de lo que fue otra tumba más en el enorme cementerio
del quejido silencioso de un final.
“Imagina...”
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