Se apagaron las luces y el foco solicitaba la presencia del payaso en medio del cemento esponjoso y raÃles absurdos que tejÃan redes sin arañas, pero cargadas de presas y de muerte, entorno a semilleros de vida desperdigados entre el sofoco de la sombra. Calzó sandalias de pescador, recordó a los hijos de Caifás y rezó; rezó o lloró, lo mismo es cuando su dios se habÃa escondido entre cenizas y colillas, en un desgastado cristal opaco carente de reflejo. La vÃa que le dirigÃa a la pista era ancha, ampulosa, pero su alquitrán quemaba tanto como la visión de un cielo abierto, un cielo azul, que hundÃa su misericordÃa entre puentes y cartones, mendigos y ladrones.
El sudor caliente de sus ojos rozaba sus mejillas mientras permanecÃa de pie, analizando cada paso que debÃa dar. HabÃa andado entre bombillas y ataúdes de flores durante 20 años, conocÃa el camino de la gloria, pero ahora el frÃo de las paredes de cabezas inertes restringÃa todo deseo y voluntad de quebrar los sueños inestables de los niños que crecieron abrazando alfileres, aquellos que vomitaron tantas lunas como amigos creyeron tener y el único sol que tenÃan era el recuerdo en su piel de una mujer, carroñera y sagaz, al que un dÃa estuvieron unidos gracias a la bendición de aquellas que un dÃa prefirieron vivir matando su alma para asà satisfacer su codicia púbica.
Bailaba risueño entre guadañas aliñadas de pintura y gasoil, sin miedo a un resbalón, acariciando con la lengua la piedad del borde afilado de la asesina de los dÃas arruinados en la devastación de las hogueras de San Juan. Volvió a mirar sus sangrantes pies. Sus grilletes eran la risa forzada y la sonrisa mentirosa de niños acomodados, escondidos, en neones fulgurantes sembrados de almizcle y piel muerta de nobles animales. Él era la pieza más codiciada del triste zoológico burgués que cada noche herÃa y maltrataba mercenarios contra la pared en un mercado invisible donde el mayor negocio era encontrar un triste sentimiento para comprarlo y arruinarlo, acribillarlo desde la ignorancia y hacer negocio rapiñando las entrañas de todo aquel que un dÃa quiso sentir, pensó en caminar.
Tronó la melodÃa. Se sucedieron los aplausos. La sombra del foco acusador recorrÃa nerviosa el escenario. Era su hora. Martilleaba una melodÃa en sus pies, chasqueba los dedos con inesperada energÃa. Sonrió. HabÃa llegado la hora de reir. Agarró una flor del ramo que jamás le regalarÃan, la acarició levemente, como si fuera su propia alma y se le agrietaron los dedos...
Los aplausos resonaban más y más en su cabeza. TenÃa que empezar a andar hacia su destino, tenÃa que acudir a la cacerÃa y servir de presa una vez más. Ladrido. Mirada. ¿Quieres ser cómplice de mi juego? Ladrido. Al menos no estarÃa solo esta vez. Soltó su cadena, libero sus ataduras y correteo nervioso entorno a las sombras juguetonas. Una gorra, necesito una gorra.
Echaron a andar.
Necesito una gorra. No quiero que el sol ciegue mi mirada ni que la lluvÃa empañe mi visión. Necesito una gorra para no dejar de ver el mundo cada instante. Sólo una gorra.
Echaron a andar... huyendo de los focos. La función ha terminado, no habrán más funciones.
Sentir, vivir. Aprender. Ladrar. Una gorra.
[Saludos fugaces... sigo en las sombras espiando.]
008 / El circo
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