

Aquél hombre era un gran hombre. No era un héroe, ni un villano. No era general, no era polÃtico, no era banquero ni mercachifle. Era en realidad una hormiga más del hormiguero, de las que se cobraban la gloria con un grado más de curvatura en su espalda cada dÃa. Aquél era un hombre-hormiga.
Pero no era una hormiga cualquiera, era de las más afanosas e inteligentes. Se habÃa labrado un buen presente con sus propias manos y su propio coraje. TenÃa una pequeña empresa que iba creciendo poco a poco, aumentando las tareas, los clientes y, sobre todo, las ambiciones. A lo largo del tiempo iba conociendo a otras hormigas, que ya llevaban en el negocio bastante más que él y ostentaban, como en el mundo de las abejas, el ser zánganos reales: es decir, tenÃan mucho poder, pero se dedicaban a no hacer nada. Aquél privilegio, aquella manera de ver la vida, hacÃa a nuestro hombre-hormiga sentirse mal, pues él habÃa luchado mucho y aún le faltaba muchas horas de vuelo. Pero bajo ningún concepto pasaba por su cabeza el buscarse otras amistades.
De hecho, habÃa encontrado lo que le faltaba para parecer un hombre de pro: habÃa una hormiguita de la cual se habÃa enamorado (o quizá ella lo eligió para enamorarse, ya no se acordaba). Esta hormiguita era una mujer-hormiguita, o más bien, una mujer-margarita, una sonrisa sempiterna coronando un cuerpo que no llamabala atención y siempre vestido correctamente. Era aquello con lo que cualquier hombre-hormiga se hubiera conformado.
El caso es que, a medida que el hombre crecÃa en su mundo, su mundo real cobraba menos importancia para él. Asà fue que nuestro hombre hormiga, que se sentÃa feliz en este mundo por tener todo lo que querÃa, que habÃa llegado al punto de querer hacerlo todo porque sabÃa que nadie lo iba a hacer mejor que él, que hacÃa lo que estuviese en su mano para conseguir lo que quisiese (incluso amistad), de repente empezó a ver fantasmas...
Fantasmas que le hablaban de vacÃo, de soledad, de pobreza y de desgracia. El hombre-feliz, espantado, se refugió en lo único que le habÃa movido en la vida: la pasión por su trabajo. Trabajaba más y más, tenÃa que tener siempre algún proyecto en mente y su mundo real se comenzó a hacer tan pequeño que ni siquiera lo encontraba cuando le preguntaban por él. Las horas libres las pasaba con los hombres-zángano, se corrÃa aventuras y acababa cantando en los karaokes...
Hasta que un dÃa a aquella burbuja que le protegÃa le salieron rejas. El dÃa en que sus dos mundos colisionaron, en el cruce, a veces caprichoso, de una llamada telefónica. La mujer-margarita por fin comprendÃa por qué hacÃa tiempo que su hombre-hormiga no le hacÃa el amor, o por qué le habÃa buscado, con tanto ahÃnco, un trabajo en una de sus franquicias. O por qué el tono en el que le hablaba desde hace tiempo se parecÃa tanto al tono con el que le veÃa hablar con los hombres-zánganos y con sus clientes... En ese momento, la mujer-margarita se empezó a marchitar, el hombre-hormiga recordaba los fantasmas y se daba cuenta de que no le habÃan amenazado: le habÃan avisado. Solo, sin amigos (los hombres-zángano no compartÃan penas), sin el aliento de sus padres (que ya hacÃa tiempo que no se sentÃan orgullosos de él, acostumbrados a sus éxitos), se preguntaba qué habÃa hecho mal, pues todo lo habÃa conseguido y nada le habÃa quedado por saber... ¿o sÃ?
Esta historia no tiene fin, pues es la historia de muchos grandes hombres que, con su trabajo, determinación, actitud y constancia construyen el hormiguero a partir de las cenizas que otros grandes hombres provocaron con el fuego de sus pasiones... Otros grandes hombres vendrán, verán y conquistarán.