Llegué a ti como un niño asustadizo y tú, me resguardaste entre tus muslos.
Tenía tanto miedo a la vida que nunca quise verme dos veces en un espejo. Aún así, desnudaste mi cuerpo con tu seguridad de mujer madura. Y sonreías. Y ambos nos encontramos, entendiéndonos sin necesidad de palabras. Entonces, acaricié tu alma desde la misma piel y los mismos huesos que tantas veces había negado. Y gemido a gemido, noche tras noche, me moldeaste a sudor y a arañazos. Me enseñaste a creer en mi mismo como hombre, beso a beso, segundo a segundo. Sin necesidad de mentiras propias y ajenas.
Desde un verano que luego pasó a ser otoño. Hace muchos años. Aún cuando ya nada sepa de ti, tú me enseñaste a amar como ahora amo.
Te debía estas palabras, donde quiera que estés.
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