Me sabe la garganta a sangre
de cantarle a la luna del moribundo invierno,
mientras tocan la guitarra
los que siempre son segundos
y, en su descuido, me acerco a ella,
me enhebro al unísono con su blancura virginal
y no me vuelven a ver por esta tierra seca
sin sueños de más.
Que no me importa morir joven
y menos volar a tal altura
para caer rendida en la almohada húmeda,
en la escarcha de las flores recién nacidas,
y recoger, como un niño juguetón que mancha
sus rodillas de barro y verde,
un ramito de amapolas para la noche siguiente,
por si hubiera alguna más.
Por si hubiera alguna más
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