El cenit nos admira con bella timidez
al esconder su melena rojiza entre los velos
que borran las estrellas,
se descifra la suprema feminidad de aquellas manos gigantes
que nos acaricia con ternura el cuerpo.
Sentimientos dispersos en las alturas,
grisáceas lágrimas que plastifican las calles
cuando abundan las caras largas
Campos de amapolas de sus simultáneas primaveras
y jardines de rosas nos lanza
dibujando nuestra imagen en el pavimento,
dejándonos en el camino, a veces, arraigadas espinas.
Como peces y algas, nos movemos en el inmenso
océano del azar, de las cuatro estaciones en una sola semana,
como títeres podridos de humedad nos dejamos llevar
por la marea que se aleja cada tarde,
como marineros en sus barquitas de algodón
avanzan las brisas dándonos en la cabeza con los remos.
Que resucite la poesía en lo más profundo
de este océano, que surja de las profundidades
el verso más corpulento de la garganta de un mudo
que siempre espera que se aleje la marea para
pintar con amagos el sonido de la espuma.
“El mudo que pintaba el sonido”
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