Moría sobre aquel viejo muro abandonado,
incrustado en él mientras rocíaba el cielo
de gritos y preguntas sin sustancia y vanos
y de ciegos alaridos que se tragaba el barro.
Mientras tanto, los días pasaban,
las horas aborrecidas se suicidaban
y yo en mi tejado esculpía tu cuerpo,
sobre segundos que no andaban,
y se borraban,
y yo volvía a empezar, por tu sonrisa,
por tus ojos, por tu piel,
por tus acertadas caricías
y por momentos de ese ayer.
Y pasarán más de mil nubes sobre mi cabeza,
algunas se burlarán, otras me harán muecas,
y yo seguiré intentando averiguar,
como podíamos darles tantos nombres,
sin la necesidad de soñar,
a estos algodones sinvergüenzas.
Y otra vez volveré a fijarme en la nuestra,
su brillo me golpeará
y sola con su ánima muerta,
unión de nosotros será,
la sierva cantante, estrella sin mar.
Los caminos creyéndose rios,
descenderan en cascada los más empinados,
y yo, otra vez a lomos de tus ojitos,
notaré firme la tierra y los campos,
y brillará la estrella que nos cantaba,
aquellas canciones guitarra en mano
que sin zapatos taconeaba
y con sus versos hacía ramos,
para sentarse a mirarnos
en los bordillos de envidia
sana por ser estrella
y estrella, pa nuestros días.
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Que esa oscura mesa de madera de halla,
donde la navaja hizo mella perpetua,
no se pueda quejar de astillas tiradas,
ni acusarnos, diciendo, que unos crecen, si ella mengua, y viceversa.
Nuestra sierva cantante
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