El hombre renunció a sí mismo hace mucho tiempo. Vendió su razón por tragos de absenta, perecederos y satisfactorios. Ha transformado, a lo largo de su estúpida existencia, los árboles, el agua, las plantas y la naturaleza en general para, después, convertirlos en símbolos totémicos a los que rendir pleitesía.
Vive en un extraño estado de animación continua, como si sus actos fuesen infinitos, ignorando los fines y confines que le son impuestos por Naturaleza... y ahí se encuentra, en un punto de desequilibrio, al filo del prepicio. Codifica sus miedos en leyes y Biblias de diversa índole.
Elabora tretas perfectas, calcula, planifica y muere. Repulsa y atrae, a la vez, la tristeza y el malestar; se somete al va y ven de las piedras que encuentra en el camino, ¡como si el sendero no le perteneciese!. Dice ser libre, cuando no es más que una flor marchita, sedienta, a expensas del jardinero, tan humano como él.
La enfermedad es una ladrona de tranquilidad, que profetiza su destino y suerte y, bajo su influjo, empieza a entender, a tientas, la finitud que su Dios (creado por él) le ha enviado en forma de vida.
Cree el valiente serlo por anunciar la luz y, a ciegas, le sigue el hombre, como el pastor a las ovejas. ¡Qué será del tenebroso que es capaz de dibujar en la oscuridad!; el oprobio es su cruel destino y será temido como el lobo que se refugia entre la mala hierba.
El hombre contra su destino.
Divagación: El hombre
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