Ella estaba sentada en unas escaleras donde ya nadie iba a sentarse junto a una barandilla oxidada. Sus ojos pedian a gritos un abrazo, pero nadie se acercaba a dárselo.
El iba paseando, le habia tocado bajar la basura y le apetecía dar una vuelta por el barrio y pensar en porque la vida es como es.
La vió. Lo vió. Se vieron.
El pensó: ¿que hará una chica sola a estas horas y con esa cara tan triste?
Ella pensó: ¿mi mirada reflejará mi soledad y vendrá a hacerme compañía? Si ese mismo chico se interesase...
Mientras el iba andando, acercandose tímido a las escaleras y su barandilla, ella iba ensayando frases que decir, ninguna le parecía lo suficientemente sincera. Ninguna le parecía lo suficientemente interesante. Asique siguió jugueteando con un hilo suelto que le salía del jersey. Bajó la cabeza y pensó: no se acercará. No merezco su compañía.
El, que ya no tenía nada que perder, pensó que quizá una conversación con ella le haría aclararle las cosas o reflexionar sobre otras, y se fué acercando sin dejar de mirar el suelo.
Cuando ya estuvieron a la altura, se miraron a los ojos y saltó la chispa de la sinceridad mezclada con gotas de decepción por viejas experiencias.
Y ella dijo: Hola, me llamo Libertad y te voy a hacer daño.
Y el dijo: Hola Libertad, me llamo Ian y yo tambien te voy a hacer daño.
Y de ahí, un amor surgió digno de envidiar, donde las promesas de "nunca te haré daño" no tenian cabida, donde con el paso del tiempo y de los años, tras mucho amor y muchas heridas no podrian echarse nada en cara, pues... se lo avisaron, y no mintieron.
Porque el amor, al final, es una mala inversión que todos estamos deseando hacer.
