Tras mi ventana, bajo el árbol que más tarde la cobijaría de la lluvia, la encontré por primera vez. Mientras su perro la hacía correr más de lo que podía, ella se esforzaba por no dejarse llevar, yo me perdía. La novedad se hizo rutina y le cogí el gusto por fin a eso de estudiar, para matar el tiempo mientras la esperaba. Cuando el tiempo no corría, o ella le costaba volver, mis manos aprendieron a echarla de menos con palabras, y eso que tan sólo faltaban segundos para verla otra vez.
Así se fue metiendo el frío en la ciudad, y dejó sus tirantes y sus escotes en casa, pero era especial. Era especial, por cómo se movía, por la arruga del gesto de su ojo derecho cuando el aire le lavaba la cara, por su media sonrisa, porque hasta el frío para ella me hacía feliz.
Para que os hagais una idea, empecé a dejar de echar de menos Madrid cada vez que apareció.
Yo, que corté todas las margaritas para que ella parase de contar.
Nunca me dedicó una mirada, ni una palabra, pero eso significaba que nunca habíamos discutido, había por tanto, motivos para sonreir.
El día que desapareció mi puerta estaba abierta, y entraba aire fresco por mi ventana. Allí estaba yo, con la historia de haber aprobado, de haber aprendido a contar versos, a querer, gracias a ella.
Al volver a casa mi puerta había envecejido, mis libros se habían llenado de polvo. Aquella ventana se empañó para siempre.
No hubo fotografías para recordarte.
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Te vi bailar bajo la lluvia
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