
Aquella noche las calles nos hablaban, nos susurraban lo que tú y yo no llegabamos a decir, nos arropaban con sus enormes brazos, alejando de nosotros el frío viento, que no nos azotase en la cara...
Pero nos azotaba el sabor de lo eterno o lo que no es tan eterno, el sabor de un beso dado minutos antes, mientras nuestros labios tiritaban del frío que ni la calle podía atrapar, sólo conseguía jugar al escondite con el viento.
Esa oscura noche, las calles se movían al unísono de alguna melodía que resonaba en tu mente, o en la mía, ni siquiera tenía que ser la misma, aunque a los dos nos sonase igual. Ambos sabíamos que la gente solo eran extras de nuestra película, se movían porque nosotros estabamos allí y lo demás solo estaba en nuestra mente. Ni ser egoistas nos libraría de esta.
La cárcel de tu mirada me hizo ser preso de mi situación y llevar por cadenas un tiempo que no teníamos y que nadie se atrevía a pintar.
Y tú pequeña, tu sólo existías porque yo te pensaba, o al menos eso quería creer. Si otro era dueño de tu vida, no quería saberlo. Antes desearía que me dieses veneno para matar mi sed, o no sólo eso, matarme sin más, matarme después.
Las calles, por supuesto, eran de Madrid, y tus lágrimas se hacían hielo entre mis dedos, el sabor de la derrota a veces era mucho más amargo, cuando ni siquiera lo dulce del recuerdo me dejaba matar un segundo que ya estaba inventado y también vivido, que alguién escribió para nosotros. Sólo para nosotros. También lo vivió sin más.
No quería dejar de pensarte un segundo, no quería que dejases de existir... sin cerrar los ojos para no dejar de verte, sin dejar de tocarte para saber que aún seguías a mi lado y sin dejar de soñarte por miedo a que al despertar ya no estuvieras aquí, a mi lado sin estar, gritándome al callar o callándome al saber que ya estaba despertando...