A medida que el abrazo crecía, menos aire entraba en sus pulmones, más aire se esforzaba por salir, y más carne llenaba su cansada boca.
Cuando la conoció la vio como el reflejo del misterio, pelo negro azabache, ojos verdes pálidos, de esos en los que no se puede leer por más que fijes la vista, ojos que te hablan en otro idioma, incomprensibles, lejanos a la vez que cálidos, como si te dijeran ven, pero a la vez se alejaran a cada instante más.
Sin embargo, a pesar de su embeleso inmediato, cubría su cuerpo con prendas anchas, viejas, desaliñadas, como si intentara ocultar algo.
Rápidamente se fijó en ella, entre la multitud, y aún cuando podría haberlo evitado, acarició su cadera al pasar a su lado.
Se sentó a tomar algo dando la espalda a la multitud en movimiento, sin embargo, ella insistía en pasar junto a él.
Sin recordar como, entablaron conversación, era jovial, directa y espontánea, y en un golpe de tiempo, bebían juntos entre risas, y compartían su saliva en el mismo cuello de botella.
Ya en el callejón, rozaron sus labios, lenguas lascivas recorrieron todos los rincones de sus bocas, apretaron sus cuerpos el uno contra el otro, un cúmulo de reacciones fisiológicas de lo más agresivas les recorrían.
Quítate ésto, le decía ella mientras apretaba su bragueta.
Quítatelo, decía más imperativo él mientras arrugaba sus hombros bajo el viejo abrigo.
Le dominó, y le doblegó, le hizo caer sobre sus rodillas y esclavizarle dispuesto a recibir su más demente y mortal manjar.
Como viuda negra, o insecto palo, iba a disfrutar de sus últimos segundos gozándola.
Allí, tras ese viejo abrigo y esa supuesta grácil figura, se encontraban las tetas más enormes que jamás unos ojos de hombre verán.
Grandes, voluptuosas, de carne interminable, de aureola rosa que era imposible mirar para averiguar de qué dibujo geométrico se trataba, ni círculo, ni cuadrado, ni rectánculo, demasiado inmensa para ser clasificada.
Pezón puntiagudo y maduro, rebosante de sangre, dolorido, directo hacia su lengua.
Sus enormes tetas le apretaron, le hicieron disfrutar, pero ya era demasiado tarde, su cabeza estaba ya dentro de ellas.
El abrazo perduró, el abrazo creo goce, las tetas oprimieron sus mejillas, y allí, en aquel viejo callejón, las tetas asesinas dieron pasto al ganado más impestuoso.
Tras su nueva victoria, guardó sus enormes senos en el viejo abrigo, y fué rumbo a otro local.
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El último abrazo.
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