Estando en la playita...

Poesía y relatos.
nokaio

Estando en la playita...

Mensajepor nokaio » Vie May 27, 2005 3:41 pm

Estando en la playita, disfrutaba del sol, del ruido del mar y de un libro de Isabel Allende. Apareció un nueva vecinita que me tuvo entretenido por un rato.
Era jovencilla, unos 20 años. Su cara, todavía de niña, sin aristas, tímida e inteligente, si es que esto se puede ver en una cara. Se detuvo lejos del mar, como queriendo mantener distancia con él; Cierto que había ido a la playa, pero quizás el mar fuera demasiado atrevido y curiosón para ella. Poco a poco aplanó la arena, lo hizo concienzudamente, y con la seguridad de haber hecho un trabajo perfecto extendió con gracia su toalla sobre el lecho.
Con tranquilidad, incansables y diligentes, sus manos desabrocharon el sujetador, sin quitarse su camiseta verde de tirantes y con calma sencillez desprendió de su hombro, blanco y suave, uno de los tirantes del sujetador y tiró del otro haciendo salir una coqueta prenda de encaje.
Entretenido en el sonido de las olas y el agradable calor del sol sobre mi espalda no fui testigo de más muestras de pulcra habilidad. Me despisté por un momento y a mi regreso a la escena la encontré dispuesta a quitarse la falda y la camiseta, Lo hizo. Su cuerpo invitaba a la caricia con una tersa piel blanca, limpia, suave, tenía que oler colonia de niño, talco, a leche fresca y tibia. Contrastaba con su bikini, negro, pequeño y de líneas sencillas y discretas, como ella. Sus pechos eran pequeños y redondos, rellenos, sin miedo a la gravedad ya que ésta se ceba con otros más grandes y menos compactos. De espaldas a mí, la braguita negra luchaba por quedarse en su sitio mientras aquellas nalgas la impulsaban hacia arriba, como queriendo hacerla pequeña para mostrarse ellas, suaves, hermosas, carnosas, consistentes, redoondas.
Sentada sobre su toalla, sus manos se movían ágilmente, se desplazaban acariciando ambas las mismas zonas de su cuerpo, sin chocarse, cada una de ellas quería disfrutar de aquella suavidad y le desagradaría en ese momento tener que tocar a la otra. La crema, como no podía ser de otra manera, quedó estupendamente repartida para proteger aquel tesoro.
Marcadas las distancias con el mar, y advertido el sol de que no podría estropear la envidiable salud de aquella piel. Ella cogió un libro, se tumbó bocabajo apoyada sobre los codos, de manera que escondía de la vista el final de los pechos, cuyo costado aparecía Suaave después de haberse soltado el bikini para que el sol pudiera disfrutar de su espalda limpia y tersa. Ese costado prometía un breve pero dulcísimo camino hacia un pezón que cada uno habrá de imaginar a su gusto, porque ella no quiso privarnos de la belleza que la imaginación tiene reservada para estas cosas.
De repente, sus brazos se abrieron y su cuerpo se desplomó sobre la toalla para entregarse al sol y solo a él. Su conciencia había decidido que tenía que gozar un rato sin necesidad de poner excusas y la lectura quedó aplazada para momentos en que no le fuera a ser infiel. También yo me entregué.
Regresé para verla correr hacia el mar, que la había engatusado con poemas de amor, y que la estaba recibiendo con una enorme ola que la cubrió entera, la abrazó y la acarició todo lo que pudo, con ternura y con codicia.
Volvió junto a su toalla. Su piel se había enrojecido ligeramente. Sin duda por causa de la vergüenza de sentirse infiel a unos y otros. Sin duda por la alegría de haber sido capaz de disfrutar y hacer disfrutar a unos y otros.
Sus manos, egoístas y contentas, volvieron diligentes y eficaces a quitarle el bikini bajo la falda y la camiseta, ocultando lo que sólo ellas querían tocar. Aquello les estaba prohibido incluso al sol y al mar. No querían compartirlo y disciplinadas bajaban la braguita negra del bikini cogiéndola a través de la falda para dejarla poco a poco en los muslos, y de allí, sin nada que temer, de una vez, hasta los tobillos.
Terminó aplicadamente de vestirse y recogerlo todo y nos dejó. Pasó una nube delante del sol. El mar se quedó quieto.
Me gustó...



Levanté los ojos de mi libro y miré el ruido de las olas. El sol me cegaba.
Junto al mar había una mujer con un bikini amarillo. Su piel morena había hecho el amor muchas veces con el sol. Su cabello rubio y alborotado en mechones cubría la parte de arriba de una espalda morena y firme, desnuda, cálida. Tendría unos treinta años y parecía una guerrera. De la braguita de su bikini salían unos tatuajes con forma de corona de laurel. Desde atrás podían adivinarse unos pechos duros, grandes, redoondos, que apuntaban con osadía al mar que se había embravecido reclamándola para sí, celoso del sol que ahora la disfrutaba. Ella, segura y contenta de sentirse deseada, movía su melena para que el viento jugase con ella, para que le hablase al sol del calor de aquel cuerpo, para que le contase al mar que también allí se sentía otro oleaje.
Cuando el deseo de sus pretendientes se convirtió en rabia, en desesperación, en súplica; se entregó a ellos; corrió hacia las olas que la recibieron con energía, deshaciéndose contra su cuerpo con fuerza, envolviendo una tras otra sus marcadas caderas con ambición, besando ansiosamente sus pechos para luego deshacerse en infinidad de gotas arrastradas por el viento, destellando, cegando a vuestro narrador que había quedado mudo ante semejante orgía.
Salió del agua con la misma facilidad con la que entró, el mar perdía el resuello, babeante; ya la había probado y sabía de su firmeza, de su dulzura y de su calor. El viento la acariciaba con suavidad, agradecido. Y el sol se abrazó a ella para mimarla.
Me gusto aún más...



La guerrera quiso descansar y dejarse querer. La toalla que había caído sobre la arena la esperaba con indiferencia, sabedora de su secreto. Ella se tumbó sobre su toalla, boca arriba... Y sus pechos quedaron mirando al sol, desafiándolo; desafiándolo a él y a Newton. La toalla observó como el mar se achicaba, avergonzado por haber enloquecido ante aquellos pezones que ahora le ignoraban altivos e impasibles, independientes de aquellos senos que los sostenían y los rechazaban. Sólo el sol, en un acto de despecho, quiso tomar venganza y apartó las nubes para iluminar a nuestra guerrera y dejar patente su mentira, aquella cicatriz demostraba que la belleza de las cosas no es una propiedad de las mismas sino un sentimiento de quien las observa.



Volví a mis quehaceres, le di otra calada a mi Zruspi y volví a Valparaíso de la mano de Isabel.
A veces, la realidad, aunque llame tanto nuestra atención, es demasiado tosca para acercarse a ella sin un poco de imaginación.

¿Quién está conectado?

Usuarios navegando por este Foro: No hay usuarios registrados visitando el Foro y 1 invitado