Hoy regresé, por casualidad a nuestra estación de tren.
Ojalá no hubiese ido. A pesar de estar llena de gente, me pareció una estación fantasma. Pasé temblando los diez munutos que tardó el tren en llegar, como si de un momento a otro fuese a verte aparecer bajo la puerta. Más aún, temía que apareciésemos nosotros, entrando con prisa, despidiéndonos con un beso. Me aterraba la idea de verme a mí misma subir al tren, sonreírte desde las escaleras.
No es bueno, mi niño, regresar a los lugares donde has sido feliz. Si lo haces, los fantasmas te atormentan, y el pasado cae sobre ti como una pesada losa. De repente, crees estar en una fotografía sepia, y el tiempo transcurre lentamente. Los minutos se hacen horas, las horas, siglos. Parecía tan real? Los bancos rojos, las dos vías, el puente verde, la luz arañando el suelo. A la derecha, la cafetería donde desayunamos juntos aquella mañana tras una noche de fiesta. Frente a mi, el borde de cemento donde una vez me senté y quedé dormida sobre tus hombros. La misma luz, los mismos colores.
Desde la ventana de la estación vi las calles. Estaban vacías, y yo también quedé vacía por dentro, como si una fuerza extraña se me hubiese llevado el alma. Esas calles, como la estación, también eran nuestras.
Un milenio después escuché el silbato del tren. Subí las escalinatas como si fuese un espectro. Deseaba irme y no lo deseaba. Por una parte, necesitaba huir de aquella estación que me estaba destrozando por dentro, pero algo me decía que debía retener aquel momento.
La vuelta en tren a mi ciudad fue mucho peor. La hora fue eterna. Con la mirada infinita, desmenucé uno a uno los paisajes que me acostumbré a ver en mis viajes de vuelta, cuando volvía de hacerte una visita. Cómo cambia todo. Hace un año yo subía a ese mismo tren con la mente inundada de pensamientos hermosos. Te había visto esa tarde, era feliz. Miraba al resto de pasajeros con cierta superioridad, lo reconozco, porque yo estaba enamorada y ellos, quizá, no. Yo regresaba de nuestra estación, de tu mundo. Pero deberías haberme visto hoy, mi vida: quién me iba a decir que algún día regresaría envuelta en pesadillas de la estación de mis sueños?
No hay mucho más que contar. Pasaron los siglos y llegué, finalmente, a mi ciudad. Pero ya nada era igual. Bajé del tren y me confundí con la multitud. Puede que pareciese una más; al menos, ningún transeúnte me miró de forma extraña mientras me dirigía hacia la puerta.
Nadie sospechaba que en ese tren cercanías una pasajera se había dejado, sin quererlo, el alma.
Nuestra estación de tren
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