En un lugar frío
con tres pisos de escaleras,
arriba, en lo más alto,
donde desfallecía el cansancio,
había una niña con los ojos muy abiertos
recogida en un cuarto minúsculo
con una ventana enredada en barrotes negros,
donde las estrellas se hacían cercanas y cómplices.
En las tardes de verano,
cuando el sol se despedía de ella
con dos besos y un guiño,
se apoyaba en la barandilla de la terraza
con los pies desnudos,
mirando la calle, con caminos enredados
y callejones que daban a ninguna parte
sepultados por tejados mellados,
y al frente, como un ejército cansado
montado a lomos de sus enérgicos caballos,
galopaba el cielo hacia su cuna,
hacia lo extraño de lo más común,
hacia el escondite de aquella niña
en un mundo de locos y menos locos
tirándose los muebles a la cabeza
mientras alguien replica y pide silencio,
donde jamás pudo existir.
“Bodegones”
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