Hola a todo el foro.
Dejo aquí un relato de ficción (aunque no me extrañaría que algo parecido pudiese suceder, o que haya sucedido ya) que trata sobre cómo la desesperación de un oprimido y, todavía peor, humillado, obliga a contraatacar antes de sucumbir por completo ante quienes te atacan. A ver qué os parece, ¿creéis que es una historia realista?
Paraíso entre rejas
No los asesiné en un arrebato de locura, los ajusticié gracias a un ataque de cordura. Lo empecé a planear en el instante en que mi único hijo murió de malnutrición entre mis brazos sin haber pronunciado todavía la palabra papá. Poco antes de eso había perdido a mi esposa porque no le conseguí un medicamento que en las naciones ricas cuesta el salario mínimo de cuatro horas de trabajo pero que no se distribuye en mi patria ya que no le resulta rentable a Praxmill, la farmacéutica que ostenta la patente de la pastilla que habría salvado la vida de la mujer que me enseñó a amar. Para que me comprendan les cuento que, aún niño, unos guerrilleros me habían obligado a degollar a mi madre para que no fusilaran a mis hermanos y a mí mismo. Después de aquello me reclutaron a la fuerza y no me quedó más remedio que sobrevivir ejecutando a inocentes, mutilando, violando, saqueando y extorsionando a servicio del señor de las minas, un esbirro de la Coltan Mining, la empresa que profana las tierras de mi pueblo para robar de sus entrañas unas piedras mágicas que atrapan la energía en su interior. Ese señor de las minas era el mismo que no mucho tiempo atrás había descuartizado a mi padre delante de toda nuestra familia por resistirse a que talaran el bosque donde habitan los espíritus de nuestros ancestros.
Así pues, enterré a mi bebé, pedí prestado un puñado de billetes y me marché rumbo al norte. En menos de una semana la selva desapareció. Tras ello afronté ocho jornadas desierto a través comprimido en un camión abarrotado, con la lengua llagada de sed y masticando hielo al respirar por las noches. En un pequeño oasis, donde mis ojos se deslumbraron al reencontrarse con el color verde, unos soldados me robaron todo lo que llevaba y me rompieron dos costillas, por negro, me dijeron. Encima requisaron nuestro vehículo y nos abandonaron a la intemperie. Guiándome por la estrella polar, y a pesar de que tenía agujeros en la suela de los zapatos, crucé a pie unas montañas en las que conocí la nieve. Luego continué caminando hasta una ciudad junto al océano en la que un hombre me propuso un trato que mi instinto de supervivencia no me permitió rechazar: me prostituí con un jeque forrado de petrodólares a cambio de medio metro en una barcucha atestada de hambre y sueños. Me sorprendió la minúscula distancia en quilómetros entre la pobreza del sur y la abundancia del norte, porque en apenas un rato divisamos la orilla a partir de la cual, según había visto en televisión y en Internet, todo el mundo come, a nadie le falta una cama y un techo, ni un médico ni un hospital; donde las cárceles son hoteles de lujo comparadas con las chabolas de mi aldea; donde, aseguran, el infierno es mejor que el cielo en mi país natal.
Una patrulla de vigilancia marítima me detuvo antes incluso de desembarcar. En comisaría me amenazaron con deportarme a la miseria de la que había salido huyendo, a la vergüenza de haber matado a mi propia madre, a la humillación de no haber sabido librar de la muerte a mi hijo, ni a mi mujer, ni a mi padre. En un descuido de mis vigilantes me fugué del centro de internamiento donde me tenían encerrado. Mendigué unas monedas y en un cibercafé realicé fácilmente las pesquisas para asegurarme un futuro sin estrecheces materiales. Haría como mi abuelo cuando cazaba agazapado entre los árboles.
Volví a alquilar mi cuerpo varias veces más para comprarme un traje elegante, unos dardos, un poco de veneno y un billete de autobús hacia la gran capital donde se encuentran las sedes de la Coltan Mining y de Praxmill. Durante unos meses merodeé por el barrio financiero disfrazado de ejecutivo hasta que di con la ocasión ideal para impartir justicia y ganarme un porvenir de comodidad: el presidente de Coltan Mining y la accionista mayoritaria de Praxmill estaban desayunando en un restaurante escoltados por guardaespaldas. Entré en el establecimiento. Apenas nadie se fijó en mí: no es lo mismo un negro de mierda que un distinguido africano impecablemente enchaquetado. Dentro del baño unté mis dardos de veneno. Me parapeté detrás de un macetón, me encomendé a la memoria de mis mayores, y lancé dos dardos: el primero alcanzó la garganta de la dueña de Praxmill, y el segundo se clavó en la nuca del jefe de Coltan Mining.
No hay un orgasmo tan extasiante como la venganza, sobre todo si se trata no ya de una venganza sin castigo, sino de una venganza con premio. Mientras los dos ricachones agonizaban sin que sus millonarias cuentas corrientes les sirvieran de nada, me apoltroné en un mullido butacón y esperé con impaciencia a que acudiera la policía. Sonreí cuando me esposaron. Me confesé culpable ante el juez y le imploré que me impusiera la condena más alta posible.
Desde que ingresé en prisión siempre me acompaña la felicidad o, al menos, su mejor sucedáneo, que es la tranquilidad: soy un preso modélico para los carceleros, un compañero respetado por los demás presidiarios, un mito sexual para las chicas del pabellón femenino, que se pelean por que las elija para el vis-a-vis mensual de que disponemos. De tanto en cuanto me sacan de excursión con una cuadrilla de reclusos de confianza para desbrozar el monte, y entonces me parece que al pasear por la naturaleza escucho el eco de mis antepasados y converso con ellos. Además, disfruto de tres comidas calientes al día, suministro ilimitado de agua potable, un hogar climatizado, duchas y retretes con jabón y papel higiénico, asistencia sanitaria, instalaciones deportivas, acceso a estudiar una carrera universitaria, televisión, ropa, libros? por fin me siento tratado como una persona. Lo único que temo es que, a menos que le ponga remedio antes, no tardarán mucho en soltarme por buena conducta para mandarme en un avión de regreso a África sin donde caerme muerto. Pero eso se soluciona rápido: ya le cortaré el cuello a algún cabrón del módulo de pederastas para que no me expulsen de mi paraíso entre rejas.
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Paraíso entre rejas
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