Besos ocres recién levantado
para saludar con un guiño al nuevo día.
Caricias con más fe que los rezos de los beatos
para recordar a qué sabe la alegría.
La alegría sabe a coño,
a agridulce coño de mi diosa favorita.
Desangelados polvos en mi diario
para describir lo que hasta ahora fue mi vida,
le paso factura a tanto calvario
y me caen del cielo dos ojazos
y su sonrisa...
y su suave piel con autógrafos
del tiempo,
y darme cuenta de cuánto la quería,
y la clara voz que guiando va mis pasos,
por el sendero, hacia la playa que baña su saliba.
Pienso en saltar con los brazos en cruz,
saltar desde el acantilado,
porque el sendero se me hace tan largo
y es, en cambio, tan corta la caída...
Coloco, pues, tobillos juntos
ante la línea curva de salida
que coincide con el perfil de uno de sus labios,
que me marca el deber de tirarme
porque sólo entiendo una forma de vida:
la del suicida, cariño, la del suicida,
que me da todo igual, te digo,
la del suicida.
No ha de haber vértigo, me lo trago,
mientras caigo con los ojos bien abiertos sonriendo,
hasta estrellar mis huesos negros, huesos secos
contra el roqueo blanco húmedo
que la marea va mostrando y escondiendo,
una y otra vez,
va mostrando y escondiendo.
Su boca es un templado mar
que con su arrecife blando de buenas intenciones
no permite que este suicida (ni sus dos cojones)
sufra en el antes, el durante o el después
del instante del impacto.
Y siendo yo un bicho
de los que no me mato,
en el agua me hago el muerto como un cristo,
flotando,
con la mirada puesta en el cielo
(de su boca)
para ver a un sol que dando palmas se pasea,
escupiendo al aire rayitas de esperanza
y mi corazón, que casi nunca baila,
las esnifa al respirar
y taconea,
con desenfreno y sin hundirse,
sobre el agua taconea
encima de ése mar...
ése mar
que si bien riega
mis intenciones más suicidas,
también frena
la más ruin de mis caídas.
Intenciones suicidas
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