-¡Uno!....
-¡Dos!....
El látigo iba incrustándose sobre su espalda cada vez que cantaba los golpes. Se le estaba abriendo la piel a tiras y por ella comenzaban a salir los primeros chorros sanguinolentos.
Ella no podía dejar de mirar. Estaba hipnotizada viendo como le sangraba la espalda más y más mientras el capataz no paraba de azotarle. De repente se dio cuenta de que estaba humedecida.
- ¡Diez!....
- ¡Once!....
Sí, iba notando un ligero cosquilleo por la entrepierna, calor, humedad, mientras ese pobre esclavo, con el torso desnudo, lo contraía al contacto con la piel de cuero.
- ¡Quince!...
Tras notar el último impacto el esclavo cayó al suelo desmayado. Ya no tenía pulso. Después de unos breves segundos, expiró.
Ella estaba muy excitada. Sonreía satisfecha para sus adentros. No podía quedarse más. Era domingo y tenía que ir a misa. Por algo era la encargada de recoger las limosnas para los pobres. Sí, la comunidad tenía suerte de tener a alguien como ella entre sus feligreses. Recaudaba dinero para los pobres, limpiaba las imágenes de los santos y estaba dispuesta a ayudar a aquel cristiano que lo necesitara. Una vez incluso mandó a su cochero ir por el sacerdote pues un esclavo de su propiedad agonizaba entre horribles dolores y ella no podía consentir que al menos su alma no se salvara. Sí, su fe en Dios y en los valores eternos era tan grande como esa hermosa cruz de oro engarzada en rubíes que llevaba colgada del cuello y resaltar aún más si cabe su grandísima devoción.
- ¡Para el Señor!, decía, ¡cualquier honor es poco!. Por eso todo el oro que le proporcionaban los impuestos de su padre en vez de malgastarlos en caprichos, los destinaba siempre a la Iglesia.
- ¡Para el Señor, cualquier honor es poco!, repetía mientras enseñaba su cruz. Sí, aquella cruz?. Aquella cruz de oro engarzada en rubíes. Todavía la recuerdo.
Fue un regalo que le dio su padre el día de su cumpleaños. Le encargó al único esclavo de la plantación que entendía algo de orfebrería que le hiciera una joya digna de la mismísima virgen.
Yo por aquel entonces era muy pequeño.
Aquel esclavo, ya con las manos encallecidas por una vida de arduo trabajo y de esclavitud, no podía negarse a tan magna obra. Sería su gran rúbrica. Su gran final. Se sentía ilusionado con ello. Cada vez que la señorita se pasease con esa cruz colgando de su blanco cuello todo el mundo admiraría el tesón, el cariño y el esfuerzo fruto de toda una vida dedicada a lo único en este mundo que le hacía sentirse útil en algo.
Realmente tardó mucho tiempo en el empeño. Aquel esclavo se encerraba todos los días de sol a sol martilleando y fundiendo el oro sólido para que aquella pieza lograra convertirse en una pieza única. A cada golpe de martillo que daba, la vida, su vida, se le escapaba por momentos. Apenas se sentía ya con fuerzas.
Por fin una noche de luna llena, a la luz de una vela pudo aquel hombre terminar su trabajo. Era algo muy hermoso. Resplandecía. Él se sentía orgulloso de todo el esfuerzo realizado. Ya no le quedaban fuerzas para lograr algo así con lo que aquella cruz se convertía en su regalo de despedida hacia el mundo. Él había recibido mucho dolor y sin embargo, dejaba mucha belleza como único legado.
A la mañana siguiente fue entusiasmado para dársela a su dueña.
- ¡He aquí, señorita, el fruto de toda una vida!. Y, de rodillas, como estaba, le acercó la joya para que la tomara.
Cuando ella la sacó de su caja y pasó a examinarla, no pudo ocultar una mueca de asco en su cara.
- ¡Bah!, le dijo al esclavo - ¿y esto es todo lo que sabes hacer?, le preguntó a bocajarro.
- ¡Pero?..p.p.p.pero!, repetía aquel hombre. No se podía creer lo que veían sus ojos y sus oídos estaban escuchando. Aquella mujercita estaba despreciando su más preciado tesoro, el único anhelo por el que todavía estaba vivo.
- ¡Pppppero!... repetía aquel esclavo estupefacto mientras se incorporaba lentamente con los ojos arrasados en lágrimas.
- ¡Pppppero!.... no podía dejar de decir, inmóvil, con los ojos fijos en la cara de aquella niña.
- ¡Jajajajaja! , ¡Vamos hombre!, le dijo ella. - ¿Es que acaso no sabes que esto es algo vulgar para tu edad?.
Era prácticamente imposible haber oído eso. ¡Vulgar!, vulgar una pieza en la que había invertido sus últimas ilusiones, con toda la dedicación con la que él se había entregado.
Comenzó a ponerse muy pálido. Su corazón no aguantaba más. Cayó fulminado mientras intentaba agarrar la joya que ella sujetaba con fuerza.
Ella gritó. Gritó y siguió gritando hasta que acudieron su padre y el capataz de la plantación.
- ¡Suéltame, cerdo maloliente!, ¡Suéltame, puerco!. Eso fue lo que oyeron y lo que vieron ambos al entrar en la habitación. Un esclavo moribundo sosteniendo con la poca fuerza que le quedaba el objeto que aquella chiquilla sujetaba.
En ese instante los separaron de un fuerte golpe. Cuando aquel hombre despertó, se encontraba colgado a la rama de un árbol, sin camisa, respirando con dificultad. Delante de él estaban el padre y la hija, el dueño y su heredera mientras que detrás estaba el capataz sujetando con brío aquel látigo de cuero.
Miró alrededor y tras dejar clavada su vista en mí, vi como aquel hombre cerraba los ojos mientras susurraba aquellos cánticos que yo mismo estaba aprendiendo de los otros esclavos. Cantar, a la postre, era nuestra única liberación. Y él, mi padre, murió cantando.
Blues
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