Sentada, sonriendo, sostenÃa un diccionario español-croata mientras tanteaba disposiciones geométricas al azar sobre el cálido parqué. Trataba de recordar una y otra vez los nombres recién adquiridos en español de sus dedos de los pies. DecÃan que nunca se debÃa ser extremista en esta vida, quizás por ello ella nunca aprendió realmente las palabras pulgar ni meñique. Aunque eso nunca podrá explicar su inusitada ráfaga de impulsividad que le llevo a comprar un diccionario de español croata. ¿Quién diablos habla croata hoy en dÃa? Que su lengua materna no fuera el español no le quita mérito a la hazaña, a dÃa de hoy aún inconclusa.
Su mirada poseÃa cierta cualidad mágica, inquietantemente acientÃfica. Parece como si sus dos oscuras pupilas, no exentas de maldad, no centrasen su mirada sobre tu persona cuando ellas se posaban sobre ti, no. ParecÃa como si pudiera ver más allá de tu epidermis, de cada capa de grasa que forma el cuerpo humano; podÃa superar músculos y tendones, navegar en ambas direcciones entre venas y arterias y atravesar todos los huesos del cuerpo. Unos dirán que era una pérdida de tiempo hablar con alguien que desprecia el contacto visual; otros, los menos, verán en ella una lectora de formas senoidales y procedimientos metafÃsicos que acompañan a cada una de las personas.
Lo cierto era que habÃa llegado hasta allÃ, tal vez por fin. Pasaba las horas en silencio, deteniendo sus pensamientos en la musicalidad de alcantarillas mal colocadas, acariciando entre sus dedos ramas de infinitos árboles que brotaban del techo. De su sonrisa manaba un torrente de complicidad que te suspendÃa por encima del lenguaje comunicativo y te sumÃa en un cÃrculo de entramados neuronales cuyas conexiones se encontraban más allá de nuestra cavidad craneal.
Bucólico en extremo, aunque sin ninfas ni telares. Grandes descubrimientos advinieron durante los primeros dÃas. La multiplicación implÃcita de sombras y la regeneración de sus caracteres ocuparon extensas jornadas y no menos pisotones. La ausencia de comunicación verbal permitÃa la intimidad y variaba en extremo la primera concepción miedosa ante lo desconocido, todo aquello que desestabilice nuestro pequeño campo de moléculas, nuestro propio orden universal. Asà era ella, un agujero negro para mi vida, un nuevo sol para un planeta recién formado.
Tal vez debimos consultar un manual de diagnóstico psiquÃatrÃco. ?¿Trastornos psicóticos compartidos?? preguntarÃa en la librerÃa a un ente escondido entre sus gafas carentes de graduación. ?Código 287.3?. Pero no, nosotros no delirábamos. Ni ella se trataba de una inductora al uso. Simplemente compartÃamos nuestros pensamientos en severa soledad, prolongados espacios en los que el delirio de nuestra imaginación alcanzaba cotas tan altas como fuese capaz de interpretar al leer una sonrisa o escucha una mirada.
Durante las primeras semanas insistÃa para que se lavase los pies cada noche antes de acostarse, pero no hubo manera de calmar su irrefrenable deseo sentir en la planta de sus pies todo aquello que sus ojos no podÃan observar. Quizás la primera clave estuvo en sus pies: sandalias, dedos armoniosos, estilizados y una intrigante pregunta sobre su empeine. ?¿SerÃa acaso hija de un deshollinador??. No dejaba de observar como sus dedos se hundÃan entre el césped, se perdÃan entre granos de arena o saltaban sobre montones de hojas. Movimiento, tacto. Sensaciones.
A través de mis ojos iba adentrándome en un subsistema donde las respuestas a las grandes preguntas eran contestadas siguiendo atentamente, sin perder el mÃnimo detalle, a un reducido grupo de patos que vagaban en silencio por un estanque vecino. Su disposición táctica y su coordinación en los movimientos nos dieron las primeras pistas. Al mes de su llegada ya caminábamos en eses con los ojos vendados sin llegar ni siquiera a rozarnos. ?El compañerismo de los patos? pensé en más de una ocasión, nunca abrà la boca.
Y ahà seguÃa. Sentada, feliz. Dudo que estuviera pensando en irse a CroacÃa. Es más, hasta dudo que se hubiera interesado por el vocabulario mÃnimo para comer algo. Jamás le escuché palabra alguna en croata, pero me jugarÃa una cena para dos en La TintorerÃa a que sólo habÃa guardado en su cabeza aquellas cuya manifiesta sonoridad produciera una eterna sonrisa en el que leyese aquellos garabatos cirÃlicos. Y yo, mientras, caÃa en barrena, rendido, confiando en poder volver a escuchar su respiración a través del silencio antes de atreverme a abrir los ojos en una nueva mañana. Era hora de dormir?
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