Este es mi último relato, no se pa que lo pongo aqui si casi nadie lo va a leer (y no lo digo x interes sino xke se quemaran los ojos antes de la pantalla), peor bueno... se llama TERCER PISO, y si quereis mas pos id a www.bylennon.tk
Se levantó aturdido de la cama. Había visto una luz en la ventana; ¿o la había soñado? Pegó su rostro al gélido cristal empañado y escrutó la calle vacía y el horizonte, el horizonte y la calle vacía, una y otra vez. Nada.
- Mierda - dijo; y volvió a la seguridad de su lecho. Arropado así era el único momento en que no sentía miedo, no se sentía solo. Era la única forma de sentirse a salvo. Era su verdadero hogar. O por lo menos lo había sido hasta aquella extraña tarde, hacía tan sólo dos días.
¿Por qué había sido? No lo sabía. Estaba en su pequeño salón mirando a la gente de la calle. Desde su tercer piso era como ser el padre de un enjambre. La visión no le producía ni amargura ni ternura, sólo era una costumbre. Mirar por mirar, para ver a los demás de su especie y volver a sentirse, otro día más, muy lejano a ellos. Y luego irse a la protección de su lecho, con su radio de medianoche y el grifo del lavabo goteando, cortinas cenicientas y sueños largo tiempo archivados y desestimados.
Pero aquel día se quedó más rato mirando el enjambre y como movido por un instinto mágico, cogió el viejo diccionario y empezó a pasar las páginas poseído por una extraña febrilidad. Aceptor, adulterio, alquinal, ameno, amor. “Afecto por el cual busca el ánimo el bien verdadero o imaginado, y apetece gozarlo”
Pasó toda la noche dándole vueltas. ¿Qué querría decir esa palabra? Todo el mundo la usaba sin reparos ni vergüenza, a pesar de tener esa críptica definición.
¿Qué querría decir? ¿Dónde estaba? ¿Existiría realmente?
- Mierda – dijo, y se fue a dormir. Pero no pudo hacerlo bien; y durante el transcurso del día siguiente, no sabe bien cómo, creció en él la idea. A la vuelta de su anodino trabajo paró en una armería y compró un cazamariposas y una escopeta de caza.
Estuvo todo el día envuelto en una febril actividad que nunca hubiese creído ser capaz de desarrollar. Consumió grandes cantidades de café para vencer la tentación de volver al lecho y con el corazón en un puño esperó apostado en su ventana. Si el amor habría de aparecer, él lo cazaría. No cabía la menor duda, el amor tenía que ser un pequeño ser celeste, un estrafalario hombre con varita o una mano divina. Era él, el Afecto del que hablaba el diccionario. Y los diccionarios no mienten, eso lo saben todos.
Las horas se desvanecían y nadie aparecía. La desilusión le pudo y recogió su arsenal. Dejó, con el secreto deseo de ver cumplido su sueño, la persiana de su ventana sin bajar y se arropó en sus mantas. Aún le daría tiempo a dormir un par de horas antes de levantarse.
Al día siguiente le pudo el desánimo y, más sombrío que nunca, se fue a dormir sin tan siquiera haber hecho su habitual peregrinación a ver el enjambre. Entonces fue cuando vio la luz.
Pegó su rostro al gélido cristal empañado y escrutó la calle vacía y el horizonte, el horizonte y la calle vacía, una y otra vez. Nada.
- Mierda – dijo; y no pudo decir nada más porque ahí estaba de nuevo. Era una luz blanca, fuerte, cegadora. No sabía si era por haberse levantado de golpe o era magia divina, pero la vista se le nublaba y los párpados se le pegaban. En este estado de semitrance se acercó a la ventana balbuceando palabras incomprensibles. La luz le pareció que brillaba más tenue y luego se acrecentaba con un fulgor anaranjado.
Se acercó. Ahora la sagrada luz estaba a dos pasos de él. Aferró en silencio la escopeta, ya que el cazamariposas se había quedado pequeño para tal faena y sonrió. Por fin iba a saber qué era esa palabra tan misteriosa. Antes de apretar el gatillo se le pasaron por la cabeza un par de dudas que en seguida se desvanecieron. Estaba allí, a un tiro, y sólo hacía falta un gesto suyo... sólo con apretar. No podía más de la alegría que le ocupaba y le hacía sentirse embriagado. Disparó una descarga tremenda contra el Afecto.
En la vieja calle General Martínez sonó un estruendo tremendo y el sonido de dos cristales al quebrarse en mil pedazos. El primero, la ventana de un tercer piso. El segundo, una farola que despidió su fulgor en mil pedazos y aún titiló dos veces antes de, con un chasquido metálico, desprender su última ráfaga de luz y desvanecerse en la noche.
El frío penetraba ahora en la habitación. Aturdido, se levantó y vio saltar las últimas chispas de la farola. Bajó, con el evidente deseo de no ver su fracaso, la persiana de la ventana que un día antes había subido y que había sido la causa de su fatal error.
- Mierda - dijo; y volvió a la seguridad de su lecho.
Ni intenteis plagiarlo, que tiene copyrrait!
A ver quien se lee esto...
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