El tirano del destino habÃa sellado con aplomo su sucia copa librándola asà del castigo pentateúquico con el que habÃa marcado a su rebaño de sedientos desdichados regados en la insumisión del oficio placentero de quien ama sólo más allá de botes de colonia y sales espumosas, de quien vive con la intensidad del traqueteo pétreo de los golpes contra el yunque, de quien muere golpeado por la astucia del cobre húmedo que arde en un orgasmo distraÃdo.
Sus heridas no lloraron más de lo que sus ojos sangraron, regando su rostro de vida y purificación, muerte y calor. Tronaba el viento acusador de su corazón cuando su desdicha obligada era recordada y vanagloriada ante juicios silenciosos de aquellas personas que cargan amnióticamente sus ojos de dolor y desazón, de frÃo e ilusión. Allà dónde los dedos eran lanzados como puñales sedosos, allà dónde era golpeada por la infamia del amor, allà crecÃa y se extendÃa buscando las caricias del sol.
Cuando ellas abrÃan sus pétalos ofreciendo carpelos y sudor, ella abrazaba el tibio cristal de su pasado, regándolo de envidia, rencor y la malicia de quien nunca amamantó un llanto efÃmero. Expulsaba su rabia, recorrÃa su cara e inundaba su alfeizar. Ella no era mala, sólo querÃa amar, pero su locura nunca le impidió ver las flores que con tanto odio habÃa conseguido germinar.
Pido perdón. No pretendo ser entendido, ni entendible. Pero ya que existe este espacio... lo uso modestamente
